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martes, 4 de junio de 2013

ISAAC DE VEGA : VIDA Y LITERATURA, Por María Teresa de Vega


ISAAC  DE  VEGA :  VIDA Y 

LITERATURA



Por  María Teresa de Vega


Para empezar, quiero referirme a un cuento de mi autoría inspirado en mi padre (perdonen esta referencia a mi propia obra, no es por inmodestia, sino porque creo que es muy significativo en cuanto a vida y obra), titulado Un director de orquesta. Cuando lo escribo lo veo en un lugar de la costa de Igueste, El Puris, que mi padre, que iba mucho de pesca, solía frecuentar.
            He de decir que, en ocasiones, la esposa y las hijas lo acompañábamos en esas tardes. Esperábamos a que mi padre pescara, al menos, un pez. Después, como epílogo feliz, nos esperaría la merienda. Cuando el anzuelo se resistía a regresar con el ansiado botín, en nuestro interior gritábamos: ¡Por Dios, que pique ese pez, hambre, tenemos hambre! Y ese dulce momento llegaba por fin, embargadas las voraces mujeres por el aire salino y el sonido del mar, que por rítmico, imponía una armoniosa, en vez de precipitada, masticación.
            ¿Quién es ese director de orquesta? Es alguien que, al borde de un risco, dirige una orquesta extendida en el mar, un vastísimo conjunto de músicos en esa sala con inigualable cúpula que es el cielo. Lo acompaña su paciente esposa que le pregunta, quizá porque se lo ha oído decir: Mi hombrecito ¿qué se quiere decir cuando se dice que la vida está en otra parte? Él responde, Que no hallamos aquí esa eternidad que tendría tiempo para dárnoslo todo. Y cuando le dice, porque lo ve cansado, que cambie de trabajo, trabajos que le dibuja con vivos colores, contesta enérgico: Aparta esas fabulosas empresas de tu mente, debo continuar. Solo la sobria realidad erige firmemente a quien carece de condedura. (Condedura es palabra antigua que significa “comida”, en este caso hablo de comida esencial.) Este director fuera del mundo, trasunto de mi padre, que dirige una orquesta fantasmal, no encuentra verosímiles esas otras tareas, son fantasías pues están hechas esas vidas, como las que le plantea su mujer, le dice, vidas amenas, productivas, ascendentes en categoría y sueldos para un hombre que no es él. Creemos que se conformará con su orquesta, añado ahora, años después de escrito el cuento, pero es probable que por poco tiempo, es una salida temporal, porque esta clase de protagonistas están a la búsqueda de algo que no van a alcanzar. Tienen que seguir, tienen que adentrarse en el misterio del mundo, que está ahí, aparentemente insondable, y obtener la clave para llevar una vida auténtica. La vida auténtica no es la vida real, es otra cosa a la que se busca por caminos inciertos.
            Y aunque mi padre produjo y tuvo un sueldo, fue también “fetasiano”, esto es, lo que creó, lo que produjo en sus escritos fue, rizando el rizo, la alegorización de las fuerzas que oprimen, limitan, aniquilan la capacidad-necesidad del hombre de crear, de hacer, y que sumen en la oscuridad y angustia, en la conciencia amarga de la imposibilidad.
            Nos enfrentamos, pues, tanto en Fetasa como en otras obras suyas, con este rasgo fundamental, que está presente -también en su vida -al fondo, como un bajo continuo, y que es, repito con otras palabras, su insatisfacción radical con esta vida. Es algo que va más allá de las ideas políticas, de las circunstancias, podríamos decir que es, desde temprano, la internalización de que lo que espera es la derrota, una derrota, sí, personal, pero también metafísica: Ya no seremos, y nunca seremos más de lo que somos, y lo que somos es  esa imposibilidad.
            Pero, con todo, la vida atrapa. También en su narrativa hay momentos de “poder”. En Fetasa, por ejemplo, cuando, en el espacio abierto, hay sol y espigas y el protagonista siente que se expande. Sí, hay fuerzas obstaculizadoras y malignas, pero también hay salidas, como esa que da a la amplia pradera, donde se percibía andando entre las hierbas...(hierbas altas), y sentía cómo aquel blando pecho se iba abriendo a sus pasos, cómo la húmeda tierra refrescaba el ardor de sus pies descalzos. Lloraba, cantaba, aplastaba las hojas y los tallos contra sus mejillas, contra su frente, contra su boca. Y seguía andando sin cesar, sin meta conocida y sin desear que existiera.  O el momento siguiente en el país de las aguas, donde sorprende a unas ninfas que, alborozadas,  juegan  junto a un estanque.
            Vayamos al carácter. Un rasgo sobresaliente es el de la  austeridad. Austeridad de su vivir y de su decir, que resulta, hasta a sus propias hijas, inevitablemente enredadas en el consumir esto y lo otro, chocante.
            Es una austeridad de hombre primitivo, aquel que, tan lejos de nosotros, vivía con lo preciso. Cuando se iba a Ijuana, un valle casi inaccesible de Anaga donde tenía una cueva, más tarde, además, una habitación con bloque visto, y unas huertitas donde cultivaba papas o cebollas, se sentía feliz, como si fuera un juego de chicos al que se entregan durante un rato. Tal vez hubiera querido vivir siempre así, en cualquier caso, su integración relativa en la sociedad, por familia y trabajo, no se lo permitió. Se trata de una austeridad esencial, que tiene que ver con su sentimiento de la existencia, muy de los existencialistas -absurda, inútil- muy arraigado, sentido vivamente. No le produce náusea, como al protagonista de Sartre, pero a veces, casi. A veces, digo, porque Isaac de Vega también ama la vida, la naturaleza, la buena conversación, el transcurrir de ese cielo que puede contemplar, en Igueste, desde su mecedora al lado de la ventana. Es la dualidad del vivir, el asir y abandonar el mundo que nos mata y a la vez nos prodiga su encanto.
            Así, pues, austeridad, también en el vestir (aunque mujer e hijas hubieran querido vestirlo como a un señor de la literatura), en el desear. Bueno, tendría que hablar de su afición a los aparatos y, cuando salía con Rafael Arozarena y otros amigos, o cuando se reunían en casa de este, tertulias que habrían de durar cerca de veinte años largos, todos los jueves, día coincidente con la aparición de la “Gaceta semanal de las artes”, a las sorpresitas gastronómicas. Al vino de su gusto. Repugnancia al derroche, cualquiera que sea, adicción a lo sencillo, véase si no su “galana” estampa, y si no tenía que ir a algún acto, con sus sempiternas sandalias de goma cangrejeras, su vaquero y su polo, que, eso sí, tenía que tener un bolsillo en el lado del corazón para guardar sus cigarrillos mientras fumó, o sus pequeñeces, alguna cosa ínfima pero interesante, que se encontraba en sus paseos. Y más, con la ausencia de necesidad, en su ámbito vital, de las pequeñas comodidades y ornamentos a los que no nos resistimos. Los que hubo en casa, al margen de los cuadros que le regalaron sus amigos pintores, Rafa que también era pintor, Néstor Santana ... fueron debidos a mi querida madre.
            Nunca le entusiasmó viajar, quizá porque cuando quiso no tuvo dinero, y después ya no quiso, acostumbrado a que sus viajes fueran por los parajes isleños, sus sendas paralelas a las atarjeas, las laderas de sus montañas cuajadas de cardones, o como dice él, en un artículo titulado Igueste de Anaga. Literatura y paisaje, las manchas grises de los cardones, la más verde de los balos. Ese Igueste que es el espacio de tantas de sus narraciones, y que él recuerda, en este texto, cómo era antes: el barranco con su agua permanente y la bella vegetación de juncos y ñameras; se fueron los folelés de variados colores y las amarillas alpispas de oscilante cola. Ese otro tiempo de Igueste en que los viejos, nos dice, no bebían mucho, apenas un vasito de vino, o un delgado alto vaso de ron antillano. Se reunían esencialmente para hablar. Lo hacían sobre el pueblo o sobre sus recuerdos ultramarinos, que plagaban de exageraciones y fantasías.
            Siempre disfrutó en medio de la naturaleza, aunque nunca le dedicó un verso.Y  siempre le interesaron las plantas, como a su amigo Rafael, y llegó a  tener un herbario. También una colección de piedras, de las que iba recogiendo por los caminos que paseó de las islas.
Nunca le dedicó un verso a la naturaleza, digo, y, que yo sepa, nunca escribió un verso. Y entraría dentro de esta austeridad el poco amor que sentía por la poesía. (Queda al margen la poesía de Rafael y otros poetas amigos) Nunca la practicó, y le costaba dedicar tiempo a su lectura. ¿Por qué la asocio a la austeridad? Discurro que porque la poesía, hablando en términos generales, es una construcción artificial, y él, sabemos, instintivamente se aleja de lo que no sea natural; porque en el poema existe un peligro, y es la tentación por la palabra bella, la palabra por sí misma, vacía de necesidad; porque con sus ¡oh! y sus ¡ah! y con su tono declaratorio está siempre al borde de caer en lo ridículo: es el aspecto, yo diría, funambulista de la poesía, haciendo equilibrios sobre la cuerda; porque hay que tener, además de inspiración poética, oído, más aún en la poesía de verso libre,  y mi padre era nulo a este respecto.

            Otro rasgo singular que caracteriza a Isaac de Vega es la dignidad con que vistió su ambición. Como todo el que escribe, y después publica, tiene ambiciones literarias, como todos quiere que le lean muchos, llegar lo más lejos posible, quiere el triunfo. Pero esa aspiración legítima es compatible en él con una actitud “inocente” (es decir, no culpable) en un mundo en el que lo que funciona es el amiguismo, el sectarismo, el ostracismo para quien te pueda hacer sombra con sus méritos y competencia: a ese no lo reseñamos, hacemos como que no existe, más aún si no podemos sacar nada en nuestro beneficio. Esa, señores y señoras, es la pura y dura realidad. No descendió mi padre a ese estado innoble y corrupto, al “chanchullo literario” que dice el escritor Daniel María en artículo reciente, todo lo contrario, se sentó a esperar, y mientras tanto hizo, entre otras, reseñas de escritores más jóvenes o noveles, a los que, naturalmente, primero leyó. Y estaba al tanto de lo que aquí se escribía.
            Ahora me viene a la memoria el capítulo de los queridos amigos. El más antiguo es Arozarena, mucho más antiguo que mi propia infancia. En esa mi infancia a veces salíamos de excursión las dos familias, por montes y valles, buscando esto y lo otro del mundo natural. Rafael, entonces, era el parlanchín, el ingenioso, el gracioso, en ocasiones destacaba su vena de pintor, que te señalaba: “en esas hojas que lucen verdes hay, sin embargo, una pequeña cantidad de azul”. Para mí ese fue un descubrimiento asombroso. Parte del carácter y la juventud de ambos, está en la magnífica novela Cerveza de grano rojo, en mi opinión, más grande, más hermosa que la celebrada Mararía, que sí, que es una referencia de las letras canarias, pero que, tal vez, dejó en la oscuridad a la anterior. Pasado el tiempo, aunque seguían siendo nominalmente amigos, sus caminos se fueron separando: Rafael, empujado por sus éxitos, ingresó en una órbita mundana, mientras mi padre seguía siendo ese hombre más bien solitario, tímido que siempre fue, cada vez más aislado a causa de su progresiva sordera.
            El otro gran amigo fue José Antonio Padrón, más afín a su experiencia en el último tramo de su vida. Pero sobre todo, es el autor de otra estupenda novela también velada por el tiempo, ese tiempo que se tumba mortecino sobre lo que la indolencia y la indiferencia señalan, la titulada Tubalcaín setenta veces siete. Escribe mi padre que se alarga su gestación por el ansia de perfeccionismo de su amigo, novela donde descarga todo lo que lo había oprimido. Imagina a su autor caminando solitario, aislado de lo que lo rodea, hundido en sí mismo y en los recovecos de su cerebro que tantas cosas almacena, pisando senderos peligrosamente inciertos. Sí, lo incierto, eso que rodea literaria y vitalmente a este grupo: y es que Padrón, también, es un fetasiano.
            Hubo otros dos amigos que murieron pronto, pero que yo le oía nombrar en casa,  y sus nombres eran pronunciados con pena, con lástima por sus vidas truncadas y, en parte, infelices. El poeta Julio Tovar, que muere a los cuarenta y pocos años, de quien son los versos Lo que importa no es la muerte; / lo que importa es ir muriendo cada tarde, / alargada la vida por los sueños, / (...), vencida (...) por todos los recuerdos que nos van derrotando, / haciéndonos más débiles, / más tristes cada día (...), y el narrador Antonio Bermejo, que muere en 1987, con 61 años. A este último lo conoce en 1943, escribe mi padre, cuando comenzaban ambos sus estudios de Qímicas en la universidad, carrera que ninguno de los dos terminó. Iba a las tertulias en casa de Rafael y Edelma, ya citadas. También con él realizó largas excursiones hasta los altos de San Andrés, Almáciga y otros pueblos de Anaga. En cuanto a su literatura, sabemos que Bermejo fue, como lo llama mi padre, un caso anómalo: deja de pronto, y cuando estaba en su más elevada posición después de recibir el premio Benito Pérez Armas, de escribir. Tras unos años, comienza el progresivo hundimiento personal. Dicen que dijeron, pues la novela se perdió, que Rafa e Isaac se la robaron, ja, ja. Lo cierto es que lo que dice mi padre en el prólogo a su libro de relatos Historia de café pobre es que, textualmente, dichosos le acompañamos Rafael Arozarena y yo a recoger el dinero del premio, y parecía que todos al tiempo lo cobrábamos. (...) Recogió su cheque de quince mil pesetas, de las de entonces (estamos en 1956), y nos vimos nuevamente, gloriosos, bajo los cielos y los árboles de la Rambla.
            Mi padre, a este respecto, a los antiguos amigos, los de su época, se ha quedado solo. Lo sentirá. Aunque sea un hombre amante de cierta soledad, aunque pueda estar solo días y días. Cuando se iba a Igueste, solo, a rumiar sus neurosis, ¿qué lo tranquilizaba al fin? ¿En qué meditaba? Creo que no meditaba sino que, abandonado a sí mismo, se convertía poco a poco en una sola cosa con la naturaleza, tal vez asumiendo su impasibilidad, tal vez escuchándola atentamente porque la sabe divina, insondable pero habitada por el misterio, un misterio que nos concierne, con una respuesta para quien pueda interpretarlo, precisa y únicamente, el ser humano.
            En el capítulo de los amigos, quedan por nombrar otros más jóvenes que él, a los que aprecia mucho: Cecilia Domínguez, Juan José Delgado que tanto ha escrito sobre su obra, Flora Lilia Barrera, el pintor Néstor Santana, Agustín Díaz Pacheco, Pablo Quintana y otros que no recuerdo y que se me han podido quedar atrás.
            Acerca de Flora Lilia quiero añadir unas palabras. Porque no fue solo una amistad en Tenerife, sino que está ligada a un tiempo en que mis padres enseñaron en El Hierro. Cuando en 2003 murió mi madre, esta entrañable amiga escribió un artículo para El Día en que recuerda aquella época, allá por el 48, de grandes carencias en la isla, también en el aspecto educativo, y cómo mi padre facilitó que en la Isla surgiera la primera academia para estudiar Bachillerato. En esta, mi padre, que no ejerció en El Hierro como maestro, sí mi madre, desarrolló su labor, y se empezó la tarea de envíar alumnos a Tenerife para proseguir sus estudios.
            Para terminar, quiero hablar de los protagonistas de sus dos últimas novelas. En Tassili (Tassili, al sur de Argelia, en el desierto del Sahara, es conocida por sus pinturas rupestres, de 10 a 15 mil años de antigüedad y que entonces era una zona fértil) va más allá de lo metaforizado en narraciones anteriores. Su protagonista ya no experimenta como el de Fetasa, “la voluntad de poder” a ratos. Se ha puesto a un lado. Desde el principio ha dejado de querer poder. Las fuerzas opositoras han consumado su labor. Lo han reducido a ese infeliz hombrecillo que está contento de ser, instalado en un morir poco a poco, que alguna vez, no obstante, lamenta. La acción quedó atrás, su profesión, su libro sobre Tassili. Paralización, impotencia absolutas. Y ensoñación. Pero la ensoñación final es desoladora y trágica. En ella, las manos atadas a la espalda, arrodillado, muere de una golpe de espada de las amazonas invasoras. Y de esa ensoñación, que le ha colocado en un tiempo anterior y mítico, no puede despertar. Es la perfecta víctima, inmolada en el altar del Antagonista como culminación de una sacrificial andadura. Otra metáfora de la condición humana, humillada, impotente, y con el asombro en la cara ante el absurdo de la propia muerte.
            En su novela El cafetín, con la que se cierra su obra, se sigue con ese mundo alucinatorio subrayado, y digo subrayado porque ¿qué es el mundo sino una alucinación, una creación de cada ser humano a su imagen, de acuerdo con sus necesidades y estado de ánimo? En esta novela, el antihéroe que es al principio el protagonista, se crea un “Purgatorio” con el fin de regenerarse, de que de sí mismo salga un ser más puro o benigno, para que a partir de ese sufrimiento de la larga noche, a partir de la imagen que le devuelve el espejo, tome conciencia de lo que es. Y que, entonces, vaya camino de ser el héroe en que todo el que lucha por descubrirse se convierte. Camino de convertirse en el que quiere ser, al que le empuja una fuerza en estado germinal, confusa, pero con el claro fin de la renovación.
 ¿Para quién esta posibilidad de salvarse, esta regeneración? Mi padre, que no es creyente en nada concreto, que yo sepa, ha debido pensar que, como declaraban los existencialistas, el ser humano una vez que ha sido arrojado al mundo, es responsable de todo lo que hace. La vida no tiene sentido, somos nosotros los que tenemos que darle ese sentido a nuestra propia vida. Puesto que no existe el Creador, somos libres para crearnos, para elegir y elegir lo que consideramos ético, esto es, no dañino para los demás y para nosotros mismos. Sin premio ni castigo eterno, el humano se sobrepone y se esfuerza y quiere, como el personaje de El cafetín, representar en esta comedia del mundo, cuanto menos, un papel digno.

            

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