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lunes, 15 de abril de 2013

EL SILENCIO, GARANTÍA DE LA PALABRA


EL SILENCIO, GARANTÍA DE LA PALABRA

EDUARDO SANGUINETTI

 “Entiendo por ‘respeto’ el sentimiento de la libertad de los otros, de la dignidad de los otros, la aceptación sin ilusiones, pero también sin la menor agresión o la menor hostilidad y desdén de un ser tal como es”.

Este intento de definir el respeto, plasmado en mi ensayo Alter Ego (1984, Ediciones Corregidor), sin dudas lo tomo y lo asimilo, en rodeo comparativo, en referencia a las palabras de José Mujica, días pasados, en frase disonante en boca de un presidente, dedicada a otra presidenta, Cristina Fernández y a su marido difunto, el ex presidente Néstor Kirchner, y me conduce a enunciar el significante y manifestar: “los límites se han roto”.

El deber ser quedó al borde del camino, pues a pesar de mi afecto y respeto hacia Pepe Mujica, legitimado en varios artículos de mi autoría publicados en este medio (y dispuesto a seguir impulsando su candidatura al Nobel de la Paz), me detengo y doy espacio a lo que debiera primar, sobre todo, cuando uno se encuentra en antípodas con la otredad: los buenos modales en naturalidad, en maneras y formas que hacen al buen vivir y a la relación sobre diferencias y anacronismos.

La multiplicidad de acontecimientos que se sucedieron, cual explosión repentina con resultados entusiasmantes para fanáticos, autómatas, personeros y militantes del odio y el resentimiento en este banquete de liberalización de los más bajos instintos, rudos, violentos y por demás groseros, que se replicaron hasta el hartazgo en los más diversos ámbitos del quehacer del Río de la Plata, me hicieron plantearme con cierto idealismo que se impone aquí-ahora-ya, lograr el prodigio de intentar asimilarnos a convivir con estilo y educación, algo insustituible para el hombre, que sea merecedor de una existencia plena en armonía, acorde a las exigencias de este tiempo que ha transformado radicalmente las convenciones del pasado.

Nada se compara con el encanto de un hombre que no esconde ninguna de sus ideas y puede expresarlas sin la menor necesidad de ofensa sino con estilo y naturalidad sumas. En algunos pasajes de nuestra vida, las palabras se niegan a servir a nuestra expresión, o se nos escapan temibles a lo que no saben decir de otro modo. Como si ellas se sintieran más jueces o participantes en lo que nos está pasando.

Odiándose recíprocamente, las gentes no se han tranquilizado más que si se matan entre sí, se insultan y se lanzan los más abominables agravios, si se mienten y golpean, para intentar en definitiva evitarse el placer de convivir en armonía, a pesar de la diferencia, en maneras y modos que ayuden a hacer de esta vida algo digno de ser experimentado.

El ser humano en todas las latitudes, hoy y principalmente en las nuevas naciones, no entra en conciencia de su función como individuo y su destino trascendente, como tal, en su unicidad, a pesar de que no es un tópico decir que “nadie se parece a nadie”. Es una verdad… También es una verdad afirmar que “cada cual se parece a todo el mundo”.

Con una lucidez tal vez simple, quizás insuficiente, pero en general bastante clara, entiendo que las palabras no dicen lo que se intenta expresar. Un gesto inesperado, una imagen, un suceso, pueden empujarnos a la experiencia indecible.

Las palabras nos aproximan a los hechos; no dicen exactamente lo que queremos decir, todo es sabido de antemano.

La palabra no muestra, la palabra es literaria, las palabras impiden que hable el silencio; la palabra ensordece, la palabra gasta el pensamiento. La garantía de la palabra debería ser el silencio. Pero tengo mis palabras para decir.

Hay que servirse del lenguaje de una manera nueva, excepcional, acostumbrada, restituyendo sus posibilidades, y devolverle el poder que tenía en otros tiempos de manifestar en una palabra realmente “algo”.

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