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viernes, 15 de febrero de 2013

SANTA CRUZ CIUDAD ENSIMISMADA por José Rivero Vivas


SANTA CRUZ
CIUDAD ENSIMISMADA
(Del libro ESCRITOS 3)
José Rivero Vivas
En San Andrés vivimos ocultos a la mirada de El Teide. Hay una montaña enorme que nos veda su visión; por tanto, no recibimos el influjo de su magnetismo. Por eso, cuando éramos niños, suponía una gran fiesta ir al encuentro de esa vista que nos impedía la situación de nuestro pueblo. Así, yendo de pillerías, nos colgábamos de la escalera de la guagua, desde la parada hasta la rambla, y, después, hasta el arranque de la cuesta en la Muralla Grande. Como resultaba difícil apearse en marcha, la consigna era llegar hasta el punto en que el conductor cambiaba de velocidad, lo que percibíamos gracias a la fineza de oído que nos propiciaba el restallido de las olas batiendo contra el bajío, la arena y el callao limpio, cuando no alcanzaba al rompeolas, alargado tajamar que protegía su embestida en tiempo sur y mar de leva. Justo en este sitio había que desasirse de la escalerilla que llevaba a la baca, saltar hábilmente diestro y correr rápido hacia el risco, evitando el vehículo posterior, así como el que venía en sentido contrario.


 Luego nos acercábamos al pie de la escalinata de piedra que conduce al puesto militar, hoy abandonado, para desde allí contemplar extasiados la silueta de El Teide, asomado por encima de las cumbres de Güímar, que parecía guiñarnos un ojo cuando admirábamos su gran altura de titán Medievo, que dijera Tomás Morales. Nuestro entusiasmo era colosal. Al rato volvíamos andando por aquella curva honda, que muestra todavía el risco cortado a pico, en el que se veía una cueva -de la que muchos decían ser residencia de antiguos guanches- arriba, muy alta, que siempre nos sobrecogía con el temor de que escondiera alguna bruja. Las más veces íbamos a pie, esa es la verdad; colgados de la guagua iban los expertos. Nosotros, pequeños todavía, pasábamos miedosos por delante de la boca tapiada, que en su tiempo fue refugio del cañón antiaéreo, y, despacio, correteando a veces, llegábamos a la Muralla Grande, para gritar alborozados ante la vista de El Teide.
            Ya, desde entonces, se me aparentaba Santa Cruz una cara semidormida, como de párpados entornados, que intentara proteger sus ojos de los reflejos del sol sobre la faz marina.

*

            Santa Cruz ha crecido mucho últimamente. Su demarcación llega hasta los Roques de Anaga, lo que significa que toda la cadena montañosa pertenece a la ciudad. Ignoro si esta relación es de ciudad-estado o distrito federal, a la usanza de Méjico o Buenos Aires; acaso sea la de Région Parisienne, aunque, pensar en Chamorga o Las Casillas que se está en la Banlieue, no parece muy acertado. Pero esto es cuestión de administración y de autoridad competente. A lo que iba es que San Andrés es asimismo Santas Cruz, y yo, personalmente, confieso que no lo siento así. Son muchos los aspectos que nos diferencian y marcan identidad definida, pues, hasta nuestro dejo al hablar es más cantarino y cadencioso; pero, continuar enunciando nuestra diversidad nos llevaría demasiado tiempo, entendiendo, además, que no es el momento oportuno para ello. El tema de hoy versa sobre Santa Cruz, y a él debo ceñirme. Por ello, aunque San Andrés es lugar de inspiración y aun de localización de algunas de mis obras -La Magua y otras, tal vez disfrazadas-, considero que merece capítulo aparte, extenso y detallado. Ahora debo volver al punto de partida.
En un día cualquiera, de invierno o de verano, de primavera o de otoño, al coger la guagua para venir de San Andrés a Santa Cruz, continúo esperando con excitación el momento en que el coche gira en la Punta del Valle y da cara a todo Añaza, desde aquel límite hasta el Valle de Güímar. En lo alto, si el cielo está despejado, asoma El Teide, con idéntica imagen a la que mostraba cuando, de niño, iba a la Muralla Grande para contemplar su estampa y recibir su benéfico influjo. Siento como un regocijo en mi encuentro con su figura, y, al cabo de unos segundos, aparto mi vista y contemplo Santa Cruz, que se me antoja recostada sobre la amplia falda en que está asentada, simulando una ciudad ensimismada, de ojos semicerrados. No en largo bostezo su semblante, sino adormilado, desinteresado de cuanto acaece en torno; resguardado, quizá, de que se pueda sospechar su pensamiento y apreciación de cuanto bulle en su seno.
 Su estar ensimismada, o mismada en sí, es acaso lo más sugestivo de toda ella, o lo que más sugiere inclinación hacia esta ciudad, que aparece por doquier atrabancada; no en desorden ni confusión, sino falta de colocación y correcta disposición. Ello debido a que somos desarreglados; aunque no tan espontáneos como se presume, sino dejados, cómodos, indolentes respecto de nuestro entorno. De aquí nuestra lamentable negligencia y descuido hacia su presencia, pese a la ostensiva pretensión de tanto cariño por su ser, considerado entrañablemente nuestro.
            Su ensimismamiento, sin embargo, no se origina en puro azar; se trata más bien de concepción significativa, intencional, como si nuestra filosofía nos indujera a no desvivirnos por nada, por entender que nada merece la pena preocuparse hasta el punto de sumergirnos en profundo desasosiego.
            También es verdad que el confinamiento a que nos somete el medio puede ser causa que motive este sentimiento de desidia y nadería. Tenemos por detrás ese altozano, o pina ladera, que hemos de superar para llegar a La Laguna, atravesar la divisoria y conseguir internarse en la vertiente norte de la Isla. Por el sur, el farallón de Güímar nos impide ver más allá. Del norte y nordeste se aproxima el macizo de Anaga, cuyas montañas semejan carro de combate que avanza sobre Santa Cruz y nos asalta, frenando su impulso en el barranco de Tahodio. Enfrente tenemos el mar, portentoso y dominante, delimitador de nuestro ámbito, el cual se abre hasta percibir en el horizonte la silueta de Gran Canaria.
            Ello me sugirió la concepción de este ensimismamiento de Santa Cruz, lo cual me llevó a pensar: esta ciudad necesita ser amada. Fue, más que un pensamiento, un sentimiento que me impulsaba al deseo de verla querida en esencia, de verdad, auténticamente, porque da la impresión, ahora mismo, de que cada habitante deja el menester para su prójimo. Es decir, que sea otra persona quien emprenda, acometa, realice, ejecute y acabe cuanto haya que hacer para su mantenimiento y prestancia.

*

            Habiendo pasado largo tiempo fuera, a mi vuelta sentí la nostalgia de aquel Santa Cruz inexistente ya, lo que me produjo la necesidad de quedarme. Decidido ya a permanecer, comencé mi callejeo, voluntario y obligado por las circunstancias que vivía. Soy hombre que acostumbra viajar en parecidas condiciones a las descritas por Orwell en su obra Up and down in London and Paris; de este modo dio principio mi travesía y mi crucero por Santa Cruz, dando comienzo a mi libro Cuentos de Aliento Santacrucero, sin deliberada alusión a Dubliners de Joyce.
            Aquí mismo, en el Centro Viera y Clavijo -sede entonces del Conservatorio de Música-, mientras mi hijo estaba en clase, esperaba sentado en los bancos del parque, donde inicié y corregí muchos cuadernos, borradores de aquellos cuentos. Se trata de un lugar excelente, en el que me evadía del mundanal rüido y me concentraba fácilmente en la lectura y la escritura.
 El Conservatorio ha sido trasladado casi a Vistabella, y su alrededor resulta inhóspito: demasiado sol; lluvia, si llueve; frío y viento alguna vez. Además de otros inconvenientes que conocemos quienes transitamos aquella zona. Desde allí contemplo ahora la ciudad: no es bonita, cuando se mira sin gafas de belleza, carente de sonido musical. Pero, si nos fijamos en el marcado silueteo de los edificios, en todo su conjunto, advertimos que tiene algo así como un gesto paciente, una quietud de misterio, o quizá sea resignación de vida incomprendida. Lo cierto es que aquel espacio no es tan sugerente ni tan hermoso como este parque; por eso comenté con alguien que, el Conservatorio aquí, con su acondicionamiento adecuado, hubiese sido uno de los más bellos y más originales del mundo.
            Algo similar dije también en una de mis vueltas a Canarias. Se ensanchaba la calle del Castillo, y me lo anunciaron como uno de los grandes logros conseguidos para esta ciudad. Yo, que venía de Alemania -de Fráncfort concretamente, donde se trabajaba en la vía subterránea que dejaría libre de circulación el centro-cuidad-, contesté: Si la dejan en su ser, nos ponemos a la cabeza del mundo; si la ensanchan, para más tráfico rodado, quedaremos a la cola. Por fortuna, el proyecto no siguió adelante, y hoy disfrutamos de esta magnífica vía peatonal. Acaso ello me ha permitido trillarla arriba y abajo, observando su vida, su ritmo y su guineo, lo que me ha inspirado más de un cuento y algún pasaje de novela.
            En el arranque de la calle del Castillo se encuentra la Plaza de la Candelaria, punto casi inevitable de encuentro en Santa Cruz. Es un oasis en medio de tanto ruido y ajetreo. Pese a su desnivel y estar sus bancos colocados de manera que no los ampara la sombra de los arbolitos que orillan en verde franja el recinto, sentarse allí, o simplemente deambular en torno, es una delicia. Cuánto sueño, diálogo y queja derramados un día cualquiera, buscando consuelo el cuitado y compaña el solitario que disimula su estado, haciendo resaltar su indagación de cuanto acaece en aquel punto en un instante determinado. Ello habrá dado de sí más de un artículo -impronta de Pimentel-, un ensayo o algún poema, quizá extasiado.
            De Santa Cruz atrae su movilidad, su vida, que semeja de tremenda agitación, mucha prisa y pronta diligencia, cuando en realidad se puede apreciar, observando la gente pasear, que en su mayor parte va y viene, de un lado a otro, sin más fin en el traslado que ir matando el tiempo, mientras se espera a que llegue la hora de regreso a casa. No obstante, parece que todo el mundo siente la necesidad de dar la impresión de hallarse muy ocupado, carente de tiempo y sosiego. Por eso, el saludo al pasar es siempre fugaz, como de paloma mensajera, que no tiene donde posarse, porque acecha el gavilán. Así, con frecuencia, oímos desde la otra acera gritar: ¡Adiós! ¡Qué tal! ¡Y Encarnita! ¡A ver si nos vemos!  Y rápido, rápido, que se escapa la guagua.

*

            En París aprendí a flaner: ir de un lado a otro sin objetivo marcado. Eso suelo hacer en cada población que visito y resido una temporada, ya que es el paisaje social y el panorama urbano lo que me atrae en realidad; de éste, su parte más débil, la más miserable y precaria, inspira mis sentimientos y despierta mi curiosidad. Es cuanto he hecho en muchas de las ciudades en que he vivido, aun cuando, en alguna de mis obras, haya tímidamente reflejado su ambiente y localización.
También he recorrido nuestro Santa Cruz de punta a cabo, porque deambular forma parte de mi ser. Ando sin intención premeditada, aunque la mente va registrando infinidad de detalles, hechos incoherentes que luego pasan a integrar cualquier narración. Así, yendo a la deriva en Santa Cruz, que no es lindo, como reza la canción, encontré algo excepcional, que me sorprendió gratamente y quedé consternado ante su visión.
            En mi obra se advierte claramente cierta preferencia que me lleva a testimoniar el mundo anónimo, atmósfera de seres que apenas cuentan para la Historia. Acaso sea anhelo de ver una inscripción, un rótulo, una placa en un parque o jardín, con el nombre de alguien perteneciente a quienes carecen de mérito, cualidades o nivel social tal vez.
            Andando por Santa Cruz fui a detenerme junto a la ermita San Sebastián. En la plaza busqué con la mirada un banco donde sentarme. Antes me acerqué a la orilla y me acomodé de bruces sobre el muro, contemplando el barranco de Santos, su profundidad y su desaprovechamiento de entonces; ahora se construyen unas torres que sobrepasan la altura del puente Galcerán. Permanecí un rato, dejando correr el pensamiento, sin centrar tema determinado, sino divagando al son de los ruidos cercanos, batahola infernal de automóviles cuyos motores parecen rugir endemoniadamente cuando se está algo aparte del torbellino y la vorágine que sobrecoge calles y avenidas durante las horas de intenso tráfico.
            Luego fui a sentarme bajo el árbol, un ficus generoso que brinda sombra en aquel espacio. Estuve haciendo tiempo mientras hojeaba una revista sin marcada deferencia. Más tarde me levanté con ánimo de marchar. Entonces la descubrí. Allí estaba, en la pared frontal del edificio: pequeña, casi imperceptible, confundido su color con el de la fachada donde hubo sido fijada. Me aproximé curioso y leí: “En memoria de YEYO, tus amigos de la Plaza”.
            Quedé atónito, paralizado, lleno de sincera emoción, y sentí un escozor en los ojos que casi me hace llorar. Contuve mi flaqueza, y me aparté discreto.
            Intrigado hasta el fin, pregunté a unos jóvenes, sentados en un banco más allá. Uno de ellos, de pie, me explicó que se trataba de un chico bueno, amigo de todos ellos, muerto en accidente de moto junto a la Plaza Weyler. Ellos mismos adquirieron la lápida y pidieron permiso para colocarla, con el fin de mantener su recuerdo y honrar su memoria.
            Pensativo me retiré del lugar, diciéndome interiormente: ¡Ojalá cunda el ejemplo!

José Rivero Vivas
SANTA CRUZ
Ciudad ensimismada
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(Parque Viera y Clavijo
Dirección de Urbanismo
Abril de 1995)
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