RINCONES MÁGICOS DE AÑAZA
Por Roberto Cabrera
Nuestro
protagonista pudiera ser muy bien un gato. Un gato de aquellos especialistas en
la carambola a cuatro bandas, bajo el tren de las furgonetas express o
paladeador de chicharros junto a los desaparecidos carros de tiro. Podría ser quizás el viejo ring de La Plaza
de Toros vibrando como un flan. Mutismo decimonónico degradado al fiasco;
renqueante tras la pantalla de cine de verano, con su campanilla de Pavlov en
los descansos.
Más allá de los lugares
comunes descuellan los espacios mágicos. Entre la vieja polis y la incomodante,
a veces, urbe de ahora, caben desde la ciudad colonial hasta la provinciana. Se
puede trazar una mediana entre los charcos y los apagones del santacrucero
pueblo en vía crucis de posguerra y los lugares donde el aire se endominga de
hadas madrinas y de 25 años de paz. Son los protagonistas entonces, las
avenidas del silbato de tinta amarilla con desfiles marciales extemporáneos frente las calles cerradas por vecinos para sus fiestas.
Ha
necesitado la ciudad muchos años para adecentar la pobreza y la tendencia al
retrete colonial al que se abocan los territorios ultramarinos y los puertos de
mar. Añaza supo aprovechar su condición de puerto y salirse también de la
condena de convertirse en mera letrina de paso. Puerto fortificado, blandido
por valientes baterías conquistoras de efemérides contra piratas y
bravuconadas. Añaza no se quedó en batería de costa, su puerto se codeaba en
los rankings de carboneros, inmigración y trasatlánticos años 60. Necesitó de
intérpretes y postales de navieras que repartir a los coleccionistas. Paseantes
que mostraran el invierno ruso en los paseos del muelle sur.
Añaza
entonces se maquilla de cosmopolitismo y aires de Anaga, un poco antes de
amanecer, oteando la musa y el castillo de naipes de más allá del mar. Se rodea
de verjas nabokovianas en la plaza donde pasea un príncipe y los viandantes
deambulan sobre adoquines y abandonados raíles. Pasos perdidos entre la
posibilidad y la imagen, de palomas y gaviotas asaltadoras de camiones de grano
y pescado. Trocaderos afincados en alamedas donde se aplicaron niños de mármol
de Carrara que orinaban en las fuentes el gorjeo de mar. Los pájaros se
extendieron tanto como ojos de Joan Crawford y los escritores transformaron la
ciudad más allá de expertos arquitectos y hábiles militares. La extendieron por
la costa hasta lgueste y más allá. Hasta donde señala la Rosa de los vientos.
Desde
la crónica de una calle tranquila hasta hoy, se puede decir que la ciudad es un
muerto, que se apaga aquella vidilla portuaria. Pero Añaza vive también en los
grafitis y en el argot de su vida marginal. En las literas de Bravo Murillo, en
los tatuajes de la Marquesina y en las desaparecidas bodegas del Bufadero.
Desayunando en el Palermo con la cuadrilla de barrenderos o hablando de
política por un lado de la boca en el anarquista bar de la Plaza de Madeira. La
ciudad enmudece con los objetos tras las vidrieras de los escaparates.
Añaza
la presentida desde los sótanos de Paso Alto en las cartas del Marqués de San
Andrés. El camino de piedra sobre la ciudad, los solitarios espigones hicieron
emerger fragmentos y relatos de puro género negro. Los personajes salen de
antiguos subterráneos. Ambientes borgeanos de vaporettos. La franja mágica de
Igueste recreada por los escritores fetasianos hasta la casa del pirata. Y
otros puertos accesibles sólo a timoneles y lanchas rápidas como la del Moyo. Los
más pequeños se suben al cañón tigre o tiran el callao indagador sobre la grasa
de la playa.
La
ciudad se eleva a las nubes y los árboles suben hasta ser manzanos de oro. Nos
disfrazamos ahora de atlantes para pasar la guasa de un Carnaval de identidades
sucesivas. Bretón, Lezama. Barrios ingleses y pelucas francesas. Retales y
visionarios de una ciudad inventada sobre los parámetros de esa ciudad primaria
que llevamos dentro como un gesto o un celuloide travieso y permanente. Añaza,
el estraperlo de unos pioneros. Voy recorriéndote. Tocando los bronces de tus
cañones, de tus esculturas y de tu alma y leyendo en los ojos de Kavafis que no
hallaré otra tierra ni otro mar, que la ciudad irá en mí siempre, que volveré a
las mismas calles y que en los mismos suburbios llegará mi vejez. Pues la
ciudad es siempre la misma, otra no busques, no la hay.
@Roberto
Cabrera
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