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sábado, 5 de enero de 2013

RINCONES MÁGICOS DE AÑAZA


RINCONES MÁGICOS DE AÑAZA

Por Roberto Cabrera

 Nuestro protagonista pudiera ser muy bien un gato. Un gato de aquellos especialistas en la carambola a cuatro bandas, bajo el tren de las furgonetas express o paladeador de chicharros junto a los desaparecidos carros de tiro.  Podría ser quizás el viejo ring de La Plaza de Toros vibrando como un flan. Mutismo decimonónico degradado al fiasco; renqueante tras la pantalla de cine de verano, con su campanilla de Pavlov en los descansos.
 Pudiera ser que el gato y el ring fueran sólo visiones apreciables en la mágica alfombra del opio. Que se durmieran a la mitad de la película o que vivieran para siempre en la retina de un marino en tránsito hacia el abrazo de seda del mar.
 
Más allá de los lugares comunes descuellan los espacios mágicos. Entre la vieja polis y la incomodante, a veces, urbe de ahora, caben desde la ciudad colonial hasta la provinciana. Se puede trazar una mediana entre los charcos y los apagones del santacrucero pueblo en vía crucis de posguerra y los lugares donde el aire se endominga de hadas madrinas y de 25 años de paz. Son los protagonistas entonces, las avenidas del silbato de tinta amarilla con desfiles marciales extemporáneos frente las calles cerradas por vecinos para sus fiestas.
  

Ha necesitado la ciudad muchos años para adecentar la pobreza y la tendencia al retrete colonial al que se abocan los territorios ultramarinos y los puertos de mar. Añaza supo aprovechar su condición de puerto y salirse también de la condena de convertirse en mera letrina de paso. Puerto fortificado, blandido por valientes baterías conquistoras de efemérides contra piratas y bravuconadas. Añaza no se quedó en batería de costa, su puerto se codeaba en los rankings de carboneros, inmigración y trasatlánticos años 60. Necesitó de intérpretes y postales de navieras que repartir a los coleccionistas. Paseantes que mostraran el invierno ruso en los paseos del muelle sur.

Añaza entonces se maquilla de cosmopolitismo y aires de Anaga, un poco antes de amanecer, oteando la musa y el castillo de naipes de más allá del mar. Se rodea de verjas nabokovianas en la plaza donde pasea un príncipe y los viandantes deambulan sobre adoquines y abandonados raíles. Pasos perdidos entre la posibilidad y la imagen, de palomas y gaviotas asaltadoras de camiones de grano y pescado. Trocaderos afincados en alamedas donde se aplicaron niños de mármol de Carrara que orinaban en las fuentes el gorjeo de mar. Los pájaros se extendieron tanto como ojos de Joan Crawford y los escritores transformaron la ciudad más allá de expertos arquitectos y hábiles militares. La extendieron por la costa hasta lgueste y más allá. Hasta donde señala la Rosa de los vientos.
 Desde la crónica de una calle tranquila hasta hoy, se puede decir que la ciudad es un muerto, que se apaga aquella vidilla portuaria. Pero Añaza vive también en los grafitis y en el argot de su vida marginal. En las literas de Bravo Murillo, en los tatuajes de la Marquesina y en las desaparecidas bodegas del Bufadero. Desayunando en el Palermo con la cuadrilla de barrenderos o hablando de política por un lado de la boca en el anarquista bar de la Plaza de Madeira. La ciudad enmudece con los objetos tras las vidrieras de los escaparates.

Añaza la presentida desde los sótanos de Paso Alto en las cartas del Marqués de San Andrés. El camino de piedra sobre la ciudad, los solitarios espigones hicieron emerger fragmentos y relatos de puro género negro. Los personajes salen de antiguos subterráneos. Ambientes borgeanos de vaporettos. La franja mágica de Igueste recreada por los escritores fetasianos hasta la casa del pirata. Y otros puertos accesibles sólo a timoneles y lanchas rápidas como la del Moyo. Los más pequeños se suben al cañón tigre o tiran el callao indagador sobre la grasa de la playa.

 La ciudad se eleva a las nubes y los árboles suben hasta ser manzanos de oro. Nos disfrazamos ahora de atlantes para pasar la guasa de un Carnaval de identidades sucesivas. Bretón, Lezama. Barrios ingleses y pelucas francesas. Retales y visionarios de una ciudad inventada sobre los parámetros de esa ciudad primaria que llevamos dentro como un gesto o un celuloide travieso y permanente. Añaza, el estraperlo de unos pioneros. Voy recorriéndote. Tocando los bronces de tus cañones, de tus esculturas y de tu alma y leyendo en los ojos de Kavafis que no hallaré otra tierra ni otro mar, que la ciudad irá en mí siempre, que volveré a las mismas calles y que en los mismos suburbios llegará mi vejez. Pues la ciudad es siempre la misma, otra no busques, no la hay.

@Roberto Cabrera



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