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miércoles, 29 de febrero de 2012

A CONTRALUZ, cronica de un vigia, por Roberto Cabrera

A CONTRALUZ
crónica de un vigía

Aquel año habían pasado muchas cosas, se había iniciado con el temporal del siglo, caería nieve en Santa Cruz, lo que pocos ya recordaban, se extendía la guerra en lugares conflictivos de Europa. El puesto de vigilancia había sufrido todo tipo de inclemencias e incertidumbres. No sabría decir si los aviones vigías se apercibirían del goro en la atalaya de su alminar.
Al despertar uno de aquellos días, cercanos al verano, las radiobalizas emitían cantos ideológicos que ocuparon toda la mañana. Las banderas que lucía el puerto eran de todos los colores. Verdes de ecología, blancas de humanismo, rojas, azules, amarillas. Y más emblemas icónicos sobre las cubiertas que relumbraban bien fregadas por los grumetes.
No tenían el orden y concierto de las del semáforo de Anaga. No eran banderas de un mensaje unívoco, no eran de alerta en la navegación, ni eran de países. Tampoco eran festones religiosos a los que acompañan las salvas marianas.
Llamó enseguida al puesto de mando. En el catalejo dirimía entre la algarabía de las fiestas que suponía a bordo y los alineamientos extraños de banderas. Como en las combinaciones matemáticas de elementos que permutaban sus variaciones, el baile se continuaba como en un torneo medieval.
Pero los transeúntes cada vez hacían menos caso de aquella especie de feriantes, cuyos mensajes a voz en cuello de megáfonos, esparcían consignas en el ambiente, y descalificaciones. Dejando el eco de sus discursos inacabables, y sus bailes de cifras en los oídos de su clientela, volviendo la cabeza para luego continuar pedaleando en sus bicicletas o alargando la avanzada de sus patines. Y se divorciaban cada vez más de la costa, arrojando a la avenida los cascotes de sus bebidas y los banderines de la propaganda. Si el fin último de la política era la felicidad... pensó en la de unos pocos. Él se encontraba huérfano de información sobre los planes de vigilancia costera, haciendo la guerra por su cuenta. Incluso llegó a pensar que pronto desaparecería el oficio con el que tantos años se ganara el pan. Le habían comentado que la vieja Escuela de esta filosofía había sido arrinconada y dejada a su suerte. Incluso le insinuaron que había ya más profesores vigías que alumnos... que la cosa no duraría muchos años. 


Un viejo amigo le había recordado que a pesar de que la política recibió sus primeras lecciones de la filosofía, ésta no había recibido desde entonces sino varapalos históricos. Que el hombre del siglo veintiuno sólo tendría una mano para escribir la historia y que su mente sería como un juguete tecnológico ausente de sí, que sólo podría aspirar a ahogarse en su cientificidad, estrangulando de los otros sus fantasías privadas.
Más tarde miró al mar, quedaron las embarcaciones anárquicamente posando sobre el azul ya rojizo. Como ocurre al suspenderse una regata a pocas yardas de la salida, cada una mostraba su rumbo inconexo.
El puesto de mando comunicaba. Pensó en preparar un combinado de señales de alerta, prendiendo los fogones y alzando algunas banderas, pero desistió, ni siquiera encontraría abrojos con que encender la llama.
Se habían sucedido en aquellas fechas múltiples cuadrillas de uniformados operarios que limpiaban hasta las cunetas más solitarias del Minarete Vigía, algunos levantaban escenarios para ofrecer espectáculos, que por la premura más parecían puestos de tómbola de feria, y había otros que colocaban vallas publicitarias con retratos que más tarde quedarían incólumes, adheridos al paisaje, algunos con cómicos bigotes. Al principio no supo si algunos no serían forajidos buscados por la justicia. En su etapa de vigía en Delacroix en la Luisiana, y mientras sus compañeros camaroneros cargaban sus embarcaciones, había tenido oportunidad de ver muchos de estos, incluso guardaba como recuerdo uno de Billy el Niño.
Pronto la luz quedó surcada por estelas en todas las direcciones, mientras un imprevisto náufrago hacía señales desde su salvavidas. Había caído o había sido arrojado de las otrora disciplinadas embarcaciones, quizá por tránsfuga.
Al caer la tarde y entre la inoperancia de sus requerimientos, el balsero alzó una caña rueca que flotaba con su camisa anudada por las mangas en forma de vela. Se recogió sobre sí mismo en la posición fetal. Al fondo de la luz, sólo era un punto remoto a la deriva.
©Roberto Cabrera
el vigía editora

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