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lunes, 3 de octubre de 2011

HABLEMOS DE FUTBOL

ME GUSTA EL FÚTBOL Y NO SOY UN FUTBOLERO

Nicolás Melini




Melini perseguido por un contrario



Sólo hay una forma de escribir todo el tiempo. Leer todo el tiempo.

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Me gusta el fútbol y no soy un futbolero. Fui futbolista, eso sí.

Diría que en esta primera línea se resume toda mi relación con este deporte. Haber sido futbolista hasta los 22 años me convierte en futbolista para toda la vida. De verdad, estas cosas son así. A veces me sorprende reconocer en hombres de 50 años lo que hay del futbolista en ellos. Quiero decir que si fueron jugadores de fútbol y lo sé, tantas cosas cobran sentido en su forma de ser (y estar).

No soy un futbolero, en absoluto un aficionado al fútbol, ni mucho menos un hooligan o un tifossi, ni siquiera tengo un “club de mis amores”. No tengo equipo. He vestido la camiseta de tres, C.D. Mensajero, Real Zaragoza y S.D. Tenisca (por ese orden), también la de la selección de Tenerife y la de la selección aragonesa, pero no “soy” de ninguno de ellos ni de ningún otro. No simpatizo ni con el Real Madrid ni con el F.C. Barcelona; ni con el Tenerife ni con el Atlético de Madrid. Si acaso pudiera emocionarme una victoria se debe a la épica o por el buen fútbol. ¿Y de la selección española?, me suelen preguntar. Bueno, sí, pero descubrí que no tanto cuando la selección española se enfrentó a la de Francia en el último Mundial.

Me explico: soy tan poco un futbolero que normalmente no aguardo el momento de ningún partido ni planifico su visión (y por supuesto no voy a los estadios, no me gustan las aglomeraciones), sólo veo los buenos partidos si me pillan en casa y con tiempo. Así que ese día comprendí que había partido de la selección española contra Francia mientras regresaba a casa en metro, al observar el gran movimiento de masas apresuradas por llegar a casa –o al lugar donde verían el partido— y, por lo tanto, sólo entonces decidí que lo vería; un gran partido de una selección española que aún no había conseguido nada pero que había ilusionado en varios partidos de la primera fase. Cuando abrí la puerta de casa, Mama me pidió algo y me apresuré a decirle: “Espera”, levantando la mano y dirigiéndome hacia el televisor, “voy a ver a Zidane”. Y fue en aquel preciso instante cuando lo comprendí: ni siquiera “soy” de la selección española de fútbol. En realidad, “soy” de Zidane. No “soy” de la roja ni de la blanca ni de la azulgrana. “Soy” del buen juego. Siendo que entrecomillo “soy” porque nunca he entendido cómo puede emplearse ese verbo en relación con el fútbol.

Me gusta ver los partidos en casa, a ser posible, solo. No disfruto de quedar con amigos en algún sitio, con bebida y comida –y algunos de estos se frustran porque no comprenden cómo un ex futbolista como yo puede ser tan desaborido y no prestarse a ver los grandes partidos con ellos—, porque cuando veo un partido de fútbol veo fútbol y disfruto con el fútbol y me sobra todo lo demás. Así que si me encuentro con amigos, normalmente, me desentiendo del televisor en el que se emite el partido, o desisto de seguirlo como hago cuando estoy en casa, solo. Supongo que es una actitud que se debe a mi condición de futbolista. Me complace pensar que los ex futbolistas que ahora se desempeñan como asesores técnicos se muestran igual de desapasionados como yo. Aunque no sea cierto. Los futbolistas, salvo excepciones, mantienen una actitud distinta ante el fútbol que el resto de los aficionados. Pero normalmente simpatizan por un determinado club y se emocionan con sus victorias incluso cuando no trabajan para éste.
He vivido muy cerca del Vicente Calderón unos cinco años. Nunca fui a un partido. Veía pasar a los aficionados con sus gorras, camisetas, bufandas y trompetas y no podía sentirme menos identificado con ellos. Creo que no me iría a tomar una caña con nadie que se encontrase en “ese estado”. Una vez fui al Nou Camp, a ver al F.C. Barcelona, y, mientras intentaba disfrutar del partido –de un Saviola que buscaba los espacios como si tuviera un tiralíneas por cabeza—, me horrorizaba que la gente que tenía al lado estuviese más pendiente del chascarrillo del compañero, del bocata, de los de la fila de atrás, y que, oh sacrilegio, silbaran a Rivaldo, jugador de su propio equipo –¡y aunque no lo fuera!—, sin apreciar su elegancia de bailarín, sus rabonas magistrales, la plástica de su toque de balón.

Aquello me recordó que dejé el fútbol a los 22 años, en parte, por los aficionados. Porque un buen día me sorprendí arguyendo que estos no se merecían el esfuerzo (Nota: hay que tener en cuenta que además puedo ser bastante soberbio). A menudo me lo preguntan, por qué dejaste el fútbol. Alguna vez, con una sonrisita en la comisura de la boca, he dicho que llegó un momento en que me divertía más encarar al portero y echar la pelota al palo y escuchar el Uyyyyy del público… que marcar. ¡El Uyyyyy del público en vez del gol y la ovación! Entonces lo dejé. Aquella satisfacción al provocar la decepción colectiva… Preferir dejarles en suspenso, sin consumarse, en ascuas, con el Uyyyyy satisfactorio en la garganta pero sin el éxtasis en el cuerpo… Rebeldía, perversión, sabotaje… Rencor…

Por cierto, en la actualidad vivo junto al Bernabéu y –al menos por ahora— no he ido a ningún partido.

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Leyendo Sensini, de Bolaño (sí, ya sé que alguno estará harto de escritores que escriben sobre aburridos escritores, pero este cuento es tan bueno), caigo en la cuenta de que debemos cuestionar precisamente ese argumento, el de que la vida de los escritores resulta poco interesante. No es cierto. La vida cotidiana de los escritores no es poco interesante –salvo cuando algunos malos escritores la glosan con torpeza y profusión de lugares comunes—, los escritores hoy son prácticamente la única casta que conserva, en Occidente, cierta épica de subsistencia y superación de adversidades para poder realizar algo excepcional, su escritura. Estamos dotados del patetismo necesario para ser sólidos personajes. A menudo se junta en nosotros la miseria personal, la miseria vital y el talento, la lucidez sobre esa miseria. Y encima atesoramos una notable capacidad para transmitir todo ello. Somos sacrificio, ¡pundonor! Estamos jodidos, pero con qué arrogancia, con qué sentido del humor, con qué afán de protagonismo. Qué honrosa forma de desfallecer. Qué idiotas más importantes. Qué seductores, qué encantadores pobres diablos. Nos merecemos muchos más cuentos como Sensini, muchas más novelas como El libro de Rachel, mucha más literatura como la de Bukowski, mucho Fante esperando a la primavera, ¡tantos más Bandinis!

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Estos días en Tetuán, Marruecos, rodando un documentalito con niños, lloviendo, lloviendo, cada vez resulta más difícil sacar una cámara en determinados países: por un lado se debe a la intransigencia de algunas personas (para muestra el "barbudo" que nos echó encima a la policía en una de las muchas ocasiones que tuvimos que lidiar con la policía), por otro lado es culpa de todos nosotros: de nuestra mirada sobre ellos, que emitimos en nuestras televisiones, que ellos también ven; todo eso que nos parece “normal” pero es “ofensivo”.

Osama, un marroquí de 35 años que nos conducía a buscar generales de la ciudad –que aprendió español escuchando la radio y viendo la tele—, me transmitió la queja en cuanto nos vio con las cámaras, sin que yo le preguntara, y lo hizo en unos términos muy nítidos: le molesta que busquemos al lisiado, al niño sucio, al campesino con el burro… Pero he de añadir que no puede ser sólo eso. Hay muchas maneras de mirar al lisiado, al niño sucio y al campesino con el burro. Se trata de una forma de mirar, la nuestra, cargada de prejuicios, con el mediocre objetivo provinciano de sentirnos bien con nosotros mismos, de erigirnos en superiores, más avanzados, desarrollados, civilizados. Un juicio moral interesado, que pesa como una losa sobre el otro, que lo humilla, le provoca indignación, lo invita a reaccionar de alguna manera. Una mirada que estigmatiza.

Otra forma de mirar las mismas cosas (de mirarles) debería de ser posible. Supongo que se precisa, sólo, cierto talento; o menos bobería.

Ahora observo con estupor cómo algunas personas, con la coartada religiosa, rompen sus fotos, las fotos de su familia, y a continuación se niegan a ser fotografiados y grabados en vídeo y en cine para el resto de sus días. Y no puedo dejar de preguntarme si todo ello, desde su origen, no será una reacción ante nuestras cámaras y nuestra forma de mirarles, el resultado de la instrumentalización de nuestra insensibilidad.

Pero sentirse culpables no sirve de nada. Ni toda la progre bondad del mundo.

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Nos encontramos inmersos en la incertidumbre de no saber qué será de la industria editorial con esto del libro electrónico. No lo sabemos los escritores, pero ni los editores. Nadie, en realidad, ¿acaso Google? Pero hoy se me ha antojado que con el libro va a pasar lo que con el cine porno. Así, del mismo modo que Jesulín de Ubrique, torero tan locuaz, decía aquello de “yo creo que eso… es como el toro”, y todo lo comparaba con el toro (las mujeres, conducir, cantar…), a mí me ha dado por comparar el porvenir del libro con la historia reciente del cine porno. Yo creo que lo del libro electrónico es… va a ser… como el cine porno.

Antes, las películas porno se exhibían en salas de cine; luego se exhibían en salas de cine y se comercializaban en cintas de vídeo; más tarde seguían exhibiéndose en salas de cine (cada vez menos, ahora apenas) y en vez de en VHSs se comercializaban en formato DVD. En cualquier caso, salas de cine, cintas de vídeo o DVDs, esto obligaba a los productores a esmerarse un poco con la puesta en escena, a dotar de algún contenido argumental a las películas, a cuidar las cubiertas de los VHS y de los DVDs, a producir una cierta cantidad de minutos comercializables. No hay más que ver qué ha quedado de todo eso una vez que hemos empezado a consumir el cine porno, no en salas de cine ni televisores, sino en el ordenador y gracias a Google. Ni esmerada puesta en escena, ni fotografía, ni escuálido argumento... ya ni productor, ni guionista, ni camarógrafo… cualquiera pone un anuncio buscando una chica que se preste por 50 dólares, la recibe en casa con un coleguita bien dotado y les graba un coito guarro en la habitación de sus padres; una escena de 3 o 4 minutos: el tiempo justo de una paja (gratis). Et voilà, esa ha sido toda la historia del cine porno de ayer a hoy.

Cabe imaginar, pues, que dentro de un tiempo ya no merezca la pena construir un libro de 200 o 300 páginas, tan difíciles de consumir a través de las distintas pantallas (ordenadores, móviles, e-books de tinta así y de tinta asá). A lo mejor lo que va a merecer la pena escribir será, por ejemplo, frases de novela sin novela, frases de pensamiento sin ensayo, versos sin poema, todo ello redactado en el recuadrito de la pantalla y Enter; o se pone de moda un nuevo género, “Nicolás Melini y sus haikus narrativos”; o acabamos extenuados hasta la náusea de microrrelatos, microcuentos, minicuentos, corticuentos, caricaticuentos, romanticuentos, risotericuentos, chisticuentos, eroticuentos… Tal vez ya no necesitemos, como autores, andar pensando en nuestras Obras completas ni en nuestros Cuentos Reunidos ni en nuestra Poesía 2008-2021 (volúmenes siempre de tantas páginas), pues el destino inmediato de nuestras narraciones y poemas será en “unidad píldora” y dispersos en una gran diversidad de pantallas –eso sin tener en cuenta la velocidad con la que podremos hacer accesible lo nuestro así como acceder a lo de todos los demás.

¿Podremos confiar en la calidad literaria de los aforismos que escribamos pensando en su difusión veloz y dispersa por medios distintos? ¿O se parecerá ese saber al de los recados de las bolsitas de azúcar de Tirma?

En cualquier caso, es posible que estés leyendo esto en un tiempo en el que ya no exista Google, ni Yahoo; tal vez este tiempo de incertidumbre que estamos atravesando (el fenómeno blog, los escaneos de libros de Google, la irrupción del e-book, la difusión de nuestra literatura a través de Facebook y Twiter) ya sea Historia de Internet. Y si es así, ya sabrás qué ha sido de la literatura (y del cine), cómo será eso de consumirla a través de la red en vez de en formato libro: ojalá que el cambio haya merecido la pena, de todo corazón.

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