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lunes, 12 de diciembre de 2011

CAÑAMBRÚ, El Diablo Rojo.por Roberto Cabrera

CAÑAMBRÚ, El Diablo Rojo

Por Roberto Cabrera

La cueva donde murió el Hombre Rojo, fue estu­diada e investigada por eficientes rastreadores, espeleó­logos y etnógrafos cubanos, encontrándose los elementos con los que reconstruir la vida de un hombre, en cuyos ancestros también se cifra la primera población de la isla de La Palma; nos estamos refiriendo a las cuevas del Roque de los Guerra en Mazo. Así fue Cañambrú, el Mago de los Cerros, que ocupó la cueva de La Manaquita en el cerro de Las Damas. El destino lo hizo morir casi como en una ancestral práctica funeraria.

La Leyenda del Hombre Rojo es desde hace unos años una realidad que se abre paso en nuestro imaginario popular canario. Es gracias a la paciente labor de Mario Luis López Isla que contamos hoy con testimonios tan apreciables como los que el autor nos ofrecerá en dos obras sucesivas: La Aventura del Tabaco a la que seguirá La Leyenda del Hombre Rojo, ambas auspiciadas por nuestras instituciones, como el Ayto. De la Villa de Mazo o el Gobierno de Canarias, pero también propiciadas sus ediciones por editoras canarias como el Centro de la Cultura Popular en este caso o la editorial Benchomo en otras. Esta última obra es prologada por el doctor Galván Tudela quien advierte que el texto se presenta como un relato policial, que del personaje sólo se habla, se narran sus aventuras, se percata que trabajaba hacia 1910 en Camajuaní como jornalero o partidario en el tabaco y que también aprende el oficio de pirotécnico y parrandero y donde en síntesis encuentra que la magia de nuestro personaje reside en que cuando lo alumbró su madre «brujera», se veía en toda la isla de La Palma la isla de San Borondón. Ninguno de estos datos pasa inadvertido, como tampoco sus conflictos con el capataz, lo que hace que escape hasta que reaparece en Cabaiguán cinco años más tarde, y diez como Hombre Rojo en la Sierra de las Damas.

Nos invita este testimonio a vincular el mito con las músicas en una fusión retrospectiva donde la sombra se impone y las notas musicales traerán el eco a lo que ya no tiene un compositor reconocible. El mito y la música com­parten el hecho de no tener autor si hablamos de socie­dades o culturas susceptibles de estudio etnocientíficos. La oralidad nos ha ido interpretando, o viceversa, los datos etnográficos e históricos. La música aparece en forma de psicofonías que algunos porfían que aún hoy se oyen los restos de unas canciones que brotaban de la cueva de Cañambrú, en los trastes de una vieja guitarra y las teclas de un acordeón. Aunque realmente también en los relatos orales se vislumbra. Su nombre es confuso y confunde a todos. El tiempo de sus hazañas o estrambó­ticas prácticas de hurto etc., es sincrético nexo con las prácticas del bandolerismo, el cual puede haber servido para acentuar o santificar las creencias revolucionarias. Por momentos parece haber sido víctima de una suplan­tación y en otros su nombre evoca a un brujo de los pro­fundos cañaverales. La cañabrava y la escoba de nuestras brujas isleñas. La reminiscencia de aquellos famosos documentos que Lydia Cabrera ubicó en su famosa obra El Monte: vuelos nocturnos, pócimas, jaculatorias, hier­bas y escobas, manteca de majá que se unirán ahora a espejismos y desapariciones, voces incorpóreas, picaresca y secuencias de acción con pólvora y aparecidos. Aunque luego desaparezcan como fosforescencias, los isleños surgen como seres investidos de lo mágico que en su aparente insignificancia son portadores de lo insólito.

Muchas veces enseñamos en una didáctica de la antropología, que la creación de mitos responde a nece­sidades inherentes a la cultura, que quizás sean estruc­turas innatas de la mente, etc., todas esas definiciones de mito que nos propició con tanto acierto Levy Strauss y otros maestros de la materia. Busquemos pues cuál fue la necesaria cuestión que hizo que un hombre mitad leyen­da mitad realidad quedara en

la memoria popular de un territorio, al tiempo que también podemos aprovechar para extender la cuestión al porqué de que sea tan poco conocido, sin embargo, en su tierra originaria. Un ser mitad hombre, mitad poética, es hoy parte de la cultura popular de Cuba, de la historia real del bandolerismo en la isla y de la revolución de 1933.

Varios son los bandoleros de origen isleño en Cuba; unos nacidos en la tierra palmera y otros alumbra­dos en la propia Cuba. En un tiempo no lejano intervine en un encuentro literario donde presenté un trabajo sobre la reconstrucción del concepto «mestizaje», hube de refe­rirme al contacto interétnico de los primeros canarios llegados a América tras la conquista como braceros y los relatos de Lydia Cabrera, que desvelan parte de la encan­tadora y decisiva aventura canaria en Cuba.

En un mercadillo del Vedado, en uno de los viajes que hace unos años se hicieron más factibles a la perla, encontré la obra de Samuel Feijoo Mitología Cubana, donde los relatos orales referidos a personajes isleños que compartían estos «caracteres mágicos» que se hallan en los documentos relativos a nuestro personaje, el Diablo Rojo o Cañambrú. Como recoge el investigador Luis Alfaro Echeverríía: La presencia de Canarias tuvo una importancia determinante en el proceso de conformación de la etnicidad del cubano. Su inmigración, dedicada básicamente a la siembra y cosecha del tabaco, a la caña de azúcar y a un tipo de agricultura de subsistencia, in­fluyó en múltiples aspectos de la sociedad, así como en la génesis de diversas vertientes de la tradición oral.

Por solo citar algunos ejemplos que ilustran lo anterior, recordemos que el padre de nuestros estudiosos del folklore, Samuel Feijoó en su Mitología cubana (1985) cita un total de nueve mitos que hacen referencia a las Islas. Por su parte, Lydia Cabrera en su libro magistral El monte (1954), narra acontecimientos acerca de un matri­monio de una mujer africana con un isleño, que demues­tra el sobrecruzamiento étnico entre canarios y africanos. Y Germán de Granda, hace más de veinte años, consideró la brujería isleña como un componente etnocultural de los sectores más humildes de la sociedad cubana. En tanto que María del Carmen Victori ha planteado que el cuento de exageraciones es una vertiente narrativa que puede considerarse como un aporte isleño a la cultura oral popular. Las peculiaridades de esta inmigración frente al resto de los españoles, especialmente su fuerte endogamia interna, su agrupación familiar y el alto número de mujeres, además de la temprana inauguración en Cuba de sociedades canarias, posibilitó la conserva­ción de sus costumbres, de sus tradiciones y usos lingüís­ticos peculiares. Desde sus tierras nos llegó el gofio, el núcleo fundamental de nuestro léxico azucarero, del tabacalero y del de la cría y peleas de gallos; pero tam­bién de América, las Islas Canarias tomaron tanto de su léxico de gran extensión (tabaco, batata, huracán, agua­cate, chocolate…) como de su léxico más restringido. (Guarapo, machango, jimagua, maní, rebambaramba, morrocoyo, guagua, mameyazo, tolete, manganzón…)

Muchos investigadores han estudiado además la dimensión sociolingüística de la incidencia de este grupo étnico en el español de Cuba; especialmente en el campo de la lexicografía y la fraseología, en donde es posible encontrar múltiples coincidencias que se hayan condi­cionadas por los variados nexos culturales que nos unen, como son, la presencia y vitalidad de los rasgos propios de la identidad cultural canaria en las regiones investi­gadas, la persistente inmigración, los contactos ininte­rrumpidos entre Canarias y Cuba. En la memoria histó­rica de los hablantes en Cuba y Canarias; siendo de importancia destacar en qué direcciones se ha producido la difusión de rasgos culturales sobre todo en el núcleo fundamental de ciertos léxicos especializados, como el de la caña de azúcar y el tabaco, para centrarnos finalmente en las meras coincidencias, que es donde reside la parte más rica y compleja de nuestro universo de

estudio. Pero siempre guiados por una inequívoca ley, el sincretismo cultural rige en todos los aspectos de la vida, por lo que no podemos restar que la vitalidad de lo isleño haya quedado fuera de cualquier ámbito, como en repetidas ocasiones se ha hecho contradiciendo las sabias palabras de Malinowski, si quiere interpretarse la cultura popular cubana, estúdiese primero la cultura tradicional de las Islas Canarias.

La colonia de isleños de Cabaiguán, considerada la capital canaria de Cuba y una de las más importantes del país, tuvo su momento de nacimiento y auge en las primeras tres décadas del siglo XX, aunque desde media­dos del XIX ya se hablaba de la presencia de algunos dispersos por la zona. A los iniciadores, siguieron consi­derables oleadas procedentes fundamentalmente de Remedios, Camajuaní, Caibarién, Placetas y otras comu­nidades, incentivados por los suelos fértiles, el paraíso tabacalero que recién surgía, y la presencia del ferrocarril central. Llegaban por cientos, por miles, los movía la miseria de la escasez de terrenos de loes fértiles; las gue­rras, donde involucraban a los más jóvenes; el caciquis­mo, las ilusiones creadas por la colonia española, que buscaba súbditos obedientes; la preferencia de los terra­tenientes y latifundistas, quienes necesitaban compra­dores y mano de obra blanca; las tentaciones de la agri­cultura cubana: progresaba y se pagaba bien. Sin embar­go, generalmente empezaban desde la pobreza, muchos como partidarios, otros en terrenos arrendados, algunos de jornaleros.

A fuerza de una laboriosidad y una cultura del ahorro reconocida ya por la historia, ayudaban a la fami­lia que había quedado al otro lado del mundo, y poco a poco acumulaban algún capital para comprar finca propia y levantar su casa. Con los canarios comenzó la formación del pueblo. Su prosperidad, nacida principal­mente de la tierra, permitió levantar nuevas viviendas, abrir comercios, bares, mercados, desarrollar disímiles y útiles negocios, la industria, la ciencia, las letras.

Para acuñar, todavía más la consolidación de Cabaiguán, llegó la Carretera Central. El espíritu solida­rio de la colonia se hacía sentir con los de dentro y con los de fuera. En 1907 surgió la Delegación de la Asocia­ción Canaria, que llegó a agrupar a cinco mil socios y aseguraba asistencia médica, relación social y defensa de los intereses comunes. En 1926 estaba considerada como la organización de su tipo más numerosa de toda la República. A la par surgieron otras agrupaciones con similares propósitos. La crisis económica y política vivida en Cuba en los años 30 frenó la ola migratoria, que enton­ces arribó a Venezuela. Pero ya estaba echada en Cuba la semilla isleña, que fecundó para siempre.

Ángel Suárez Padilla estudia la emigración a América partiendo de la conquista y posterior coloni­zación de las Islas Canarias porque discurre paralela y abrazada al descubrimiento de América. Entre 1492 y 1506, al menos doce de las mayores expediciones hacia el Nuevo Mundo hacen escala en La Gomera. Entre ellas las capitaneadas por Colón, Alonso de Ojeda, Américo Vespucio, Pedrarias, La Cosa, Yanes y Ovando. Por ello, canarios o residentes en Canarias se convierten por las buenas o a la fuerza en expedicionarios de conquista y colonización. Pedro de Mendoza recluta tres compañías de voluntarios en ruta al Estuario de La Plata, donde efectuará la primera fundación de Buenos Aires sobre 1535. Al año siguiente, Pedro Fernández de Lugo, hijo del primer Adelantado, embarca 1500 soldados para la con­quista de Santa Marta en Colombia, canarios la mitad de ellos.

Pedro de Heredia en el Sinú, Diego de Ordaz en Paria (Venezuela), Hernando de Soto en Florida, Jorge Spira en Coro (Venezuela), y Francisco de Montejo en Yucatán, entre otros, contribuyen a ese movimiento migratorio. Se calcula en diez mil el número de canarios emigrados a América en una centuria.

Al tiempo que América se puebla de canarios, las islas se van despoblando y esto genera un conflicto entre los caciques y la metrópoli. Los primeros alegan que las

islas quedan indefensas e improductivas; la metrópoli propicia las primeras emigraciones clandestinas con la complicidad de las autoridades.

La historia de nuestro Hombre Rojo, según Manuel Echevarría Gómez en los diarios de las Villas, parte de la idea de que en la Sierra de Las Damas, ubi­cada en la llanura fluvial del río Zaza, al noroeste del poblado de Guayos, se convierte ya bien entrada la pri­mera mitad del siglo, en asiento de una leyenda popular de la época, tejida alrededor de un personaje que alcanzó la celebridad en vida y que la fantasía desbordante del campesino bautizó como El Hombre Rojo o Cañambrú.

Alrededor de este sujeto surgieron las más con­trovertidas historias plagadas de misticismo y superche­ría, abortadas con el decurso por la superstición que nunca dejó margen al entendimiento cabal de los hechos, trasmitidos de abuelos a padres y de padres a hijos.

«El Hombre Rojo vino de Canarias, estuvo en las Damas allá por los años 20. Salía de noche y gustaba de hacer maldades. Tan pronto estaba de un lado del río como del otro. Se llevaba un caballo sin herrar y a los dos o tres días lo devolvía completamente herrado. Te lleva­ba 20 pesos de abajo de la almohada y te los traía de nuevo» (José Rita Blanco, que vivió en Las Damas).

«El verdadero nombre de El Rojo era Teodoro San Gil, natural de un pueblo canario llamado Mazo. Allí fue bandolero y su madre brujera. Vivió en las cuevas de la sierra de Las Damas, su estatura era mediana, pero fuerte. Tendría unos 48 ó 50 años cuando yo lo vi, allá por los años 30. Los paisanos de Las Damas se aterro­rizaban y lo veían volar, pasar el río crecido sin tocar el agua, montarse en las zancas de los caballos y desapa­recer y hasta dicen que entraba de noche en las casas a comer estando las puertas cerradas. Dicen también que era un inventor de trucos» (Horacio Castillo. La Larga).

«Era un hombre de una magia tremenda, nunca dijo su verdadero nombre, usaba un bigote de puntas largas y estiradas hacia arriba. Casi siempre andaba con sombrero y polainas y un pañuelo rojo en el cuello. No sé de dónde sacaba el dinero. A veces se oía su risa y su canto, pero no se le veía» (Luis Machín. Las Damas).

«Yo fui mandadero de El Rojo. Era un hombre intelectual, poeta y tocaba la guitarra. No era rojo, era igual que nosotros, trabado, de piel trigueña y los huesos de la cara botados. Le gustaba mucho la cerveza y man­daba a comprar pan, mortadela y tabacos buenos» (Domingo Álvarez. Las Damas).

«Aquí era conocido como Cañambrú. En su cap­tura participó el Tercio Táctico de Santa Clara y la Guar­dia Civil de Taguasco. Lo sacaron vivo de una cueva engañándolo con agua y comida y cuando salió lo mata­ron» (Germán Morera. La Yamagua, Taguasco).

Con los testimonios de los campesinos de Las Damas y Taguasco —de los que hemos reproducido sólo fragmentos reveladores— el Grupo Espeleológico Caonao, del municipio de Cabaiguán, se dio a la tarea de buscar indicios y demostrar la existencia de El Rojo.

En una cueva de la Sierra de Las Damas, oculta entre los accidentes del terreno, lograron colectar una cantidad considerable de evidencias: cartuchos de revól­ver y de un rifle Winchester, fragmentos de recipientes de bebidas, tijeras, navajas de afeitar, restos de baratijas, trastes de guitarra y muchos objetos más. El uso que debieron de tener probó que el lugar fue asiento de vida sedentaria. La cueva era la misma que Teodoro Álvarez San Gil, alias el Hombre Rojo o Cañambrú, habitó duran­te su estancia en la Sierra de Las Damas.

Emigrante canario, el individuo de marras había llegado a Las Damas a finales de los años 20 y comienzos de la década de los 30. Se ganó rápidamente la confianza y admiración de algunos campesinos, mientras que otros llegaron a temerlo y hasta

perseguirlo, dando rienda suelta a su imaginación a partir de relatos y anécdotas cada vez más exagerados. La confusión fue aprovechada por San Gil para sacar ventaja y demostrar a los incautos que él era un conocedor de la magia cuando en realidad se valía de trucos y habilidades.

Rehuyendo del trabajo escogió esa forma de vida, cuidando de no robar en su zona de operaciones, pero la situación se le hizo cada vez más embarazosa en Las Damas y luego de relacionarse con los bandoleros, Manuel Esquijarosa y Polo Véliz, decide irse para Las Tunitas, en el actual municipio de Taguasco, donde también hace de las suyas.

Su muerte se produce en circunstancias dramá­ticas en la cueva de la finca La Manaquita a manos de la Guardia Civil, que perseguía a los connotados bandole­ros a quienes se unió. Cuentan los campesinos que se entregó después de un largo asedio y lo acribillaron a balazos.

Así quedó definitivamente rescatada la leyenda que hoy pertenece al acervo de la región, despojada del hálito sobrenatural que la acompañó, sin mitos ni exage­raciones.

Pero en nuestra investigación añadiremos que el ensamble del mito con la música, la componente mágica de esta historia, dejó explicadas las características de la brujería isleña, en cuyos relatos también aparecen como en los del Hombre Rojo, las notas musicales, unidas ahora a la facilidad de vuelo del pájaro canario, compar­tidas seguramente por su madre. ¿El estudio relativo a la confirmación del dato y todo lo posible sobre esa mujer? La explicación de que lo sobrenatural en el Diablo Rojo le venía por efecto del fenómeno de avistamiento de la nunca hallada isla de San Borondón el día de su nacimien­to, con lo que un mito se consagra en el otro y este a su vez pretendemos que perviva en la música, y que hemos preparado para celebrar la recuperación de esta bella y trágica leyenda de la emigración canaria. Nos resta estudiar el porqué de esa difundida creencia en Cuba, de que las brujas vienen de Canarias. Habíamos escogido una serie de textos que nos mostraran algunos de los principales simbolismos que aún no habíamos interpretado. Entre los ya explicados por la propia inves­tigación etnográfica y los que aún son incógnitas pode­mos encontrar: el don de la ubicuidad, el aparecer y desaparecer, los hereda del mito insular de los viajes de Brandan a la busca de la nombrada isla fugaz. El pañuelo rojo que siempre lo acompañaba y que aparece en multi­tud de testimonios orales, bien podría ser la clásica pro­tección a los negros augurios que se podían presentar, al llamado mal de ojo y otras prácticas comunes en los animales, a quienes solía colocársele, según los relatos que venimos apuntando, eran susceptibles de ser usados en vuelos de brujas, y necesitaban una protección. Pero queremos insistir en estos datos que nos aportan luz a la difusión de la brujería isleña en América:

Entre los años 1499 y 1714 el Santo Oficio recibió cerca de tres mil denuncias por hechicería y brujería en Canarias, de las que sólo fueron juzgadas y sentenciadas siempre de forma benévola algo más de 400.

Sólo una minoría de las denuncias sobre un total de 1245 personas, mujeres en su mayor parte, correspon­dían a actos brujeriles, dado que las prácticas que real­mente estaban extendidas entre el pueblo eran las de hechicería, que en las islas tenían una lectura principal­mente positiva o neutra. Frente a lo que se ha dado en llamar magia alta o culta (derivada de artes y ciencias como la astrología, la numerología o la cábala), de la que existen pocos exponentes en Canarias, se da de forma muy extendida la denominada magia popular, que el Catedrático de Historia Francisco Fajardo Espínola define como «la satisfacción de deseos, la búsqueda del bienes­tar, la defensa frente al mal y el conocimiento de lo oculto y de lo por venir». La Inquisición prohibía y juzgaba dichas prácticas, y aunque el pueblo era consciente de ello, no las interpretaban como

algo negativo o ligado a cultos diabólicos. Al contrario, la usaban para conservar o recuperar la salud, para influir favorablemente en el trabajo, o en muchos casos con fines amorosos, con el objetivo de atraer, conservar o alejar a la pareja.

De entre toda la gama de rituales, hechizos e ingre­dientes mágicos que se describen en los documentos inquisitoriales, destacan aquellos en los que se incluyen a los astros, concretamente al Sol, la Luna, Venus y algunas estrellas.

Tal y como apunta el doctor Espínola: «Las ora­ciones al Sol, la Luna y las estrellas revelan la existencia de elementos propios de una concepción animista del Universo. Su reiteración, el modo en que se realizan, e incluso la conciencia que se tiene de su carácter herético excluyen que se trate solo de un recurso metafórico». De esta forma, la magia popular practicada en Canarias atri­buía cierto grado de eficacia a dichos rituales y oraciones hacia los astros, quién sabe si conservando con ello cierta memoria colectiva de los cultos aborígenes, entre los cuales figuraban como máximas divinidades precisa­mente el Sol y la Luna.

@ Roberto Cabrera

Fragmento de un ensayo

Reflejos. El Vigía editora

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