VUELVE LA ESPERANZA. LULA DA SILVA DERROTÓ AL FASCISMO TROPICAL
Tras la
victoria, la izquierda debe reconstruir un país devastado por la intolerancia.
Durante la campaña, el nuevo presidente prometió reactivar todos los programas
sociales interrumpidos en las etapas posteriores a los gobiernos del PT
ZAINER PIMENTEL
Primeras declaraciones del nuevo presidente
electo
de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva.
Ha sido una larga espera para la izquierda democrática; cada mes que pasaba parecía que la pesadilla iba a ser eterna. El 2 de octubre fue un día de frustración en las filas progresistas; se esperaba una victoria que no pudo ser por 1,5% de votos; tocaba empezar de nuevo, ampliar los apoyos para la batalla definitiva cuatro semanas después. Por fin llegó el 30 de octubre, un día que quedará grabado en la memoria democrática del país como una cita electoral sin precedentes desde la redemocratización, parecido a lo que sucedió con el movimiento Directas Ya que puso fin a la dictadura militar en los años 80. En las últimas semanas antes de la segunda vuelta, parte importante del arco democrático brasileño, incluidos antiguos opositores como Fernando Henrique Cardoso, encomendaron a Lula da Silva la misión con tintes épicos de ganar las elecciones contra un candidato sin escrúpulos que jugó sucio, y que dispuso de la máquina administrativa a su antojo. El propio domingo electoral, Bolsonaro trató de dificultar la victoria poniendo a la policía a interceptar autobuses en las zonas en las que el Partido dos Trabalhadores (PT) tenía ventaja. Todos sabían que Lula era el único político en activo capaz de derrotar al fascismo que se estaba adueñando del país.
Por fin las urnas
han hablado. Pese al domingo de puente, el pueblo venció el desánimo y fue a
votar. El exitoso sistema de urnas electrónicas, tan denostado por los
golpistas, entregó otra vez el resultado final en tiempo récord. La pesadilla
se acerca a su fin, a pesar del agridulce sabor de boca que deja el avance de
la extrema derecha en las regiones centro, sur y sureste del país. Ahora toca
reconstruir un país devastado por la intolerancia. Los demócratas han mandado a
casa a un presidente aberrante que no ha escondido sus preferencias por la
dictadura (dijo sin sonrojarse que en la etapa dictatorial se mató poco).
Apenas dos días antes de las elecciones se reunía con los tres comandantes de
las fuerzas armadas para intentar consensuar un decreto de estado de alerta
militar, y sus hijos aún coqueteaban con la idea absurda de suspender las
elecciones. Sin embargo, las circunstancias internas y externas le han
superado, y el golpe de Estado de momento está descartado.
Con Bolsonaro,
parece que Brasil perdió la ingenuidad. Ese Brasil que, para el extranjero
despistado que desembarcaba en cualquier aeropuerto, parecía ser el país alegre
de la convivencia pacífica entre credos y razas y del respeto a las
diferencias, se ha difuminado en apenas cuatro años de gobierno. El respeto a
los rasgos multiétnicos, multiculturales, religiosos, la alegría de la samba y
del fútbol que era parte de una especie de magia que contagia el pueblo de
norte a sur en el carnaval, era quizás un espejismo que escondía un profundo
racismo, acrecentado por enormes
desigualdades sociales, y basado en el privilegio de los ricos sobre los
pobres; unas antipatías que el Gobierno Bolsonaro ha sabido explotar a
conciencia hasta el punto de incentivar los prejuicios entre las regiones sur y
sudeste en contra del noreste.
La victoria de la
extrema derecha en 2019 trajo consigo un importante incremento de la violencia
política. También del odio y la intolerancia hacia los diferentes. Lula da
Silva es un especialista en el diálogo y ahora tendrá la oportunidad de
demostrar que su candidatura es realmente producto de la “unión entre los
divergentes para vencer a los antagónicos”.
No se puede
esconder que ciertas clases altas y blancas del país jamás pudieron perdonar la
conquista de derechos de las clases populares
La marca registrada
del gobierno saliente de Jair Bolsonaro es la violencia. Aparte de las decenas
de muertes por la intolerancia política, nadie olvidará el asesinato de
Marielle Franco, mujer negra y lesbiana defensora de los derechos humanos,
concejala por el Partido del Socialismo y Libertad (PSOL) y acribillada junto
con el conductor de su coche en Rio de Janeiro. Tampoco las muertes del
activista Bruno Pereira y del periodista Dom Phillips, dos defensores de los
pueblos de la selva. Para colmo, el mandato del actual presidente termina con
la detención de su aliado predilecto, el mandamás Roberto Jefferson, de la
formación de extrema derecha Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), que, al más
puro estilo Al Capone, se atrincheró en su casa y recibió a la policía con
granadas y tiros. Por no hablar de la diputada Carla Zambelli, mano derecha del
presidente, que un día antes de las elecciones fue filmada persiguiendo y
apuntando con una pistola a un hombre negro en las calles centrales de São
Paulo, por el simple hecho de decirle a la cara que ganaría Lula. De un
plumazo, una sociedad que parecía tolerante hacia las opiniones diversas se ha
revelado extremadamente violenta en la convivencia cívica. Quizás esa violencia
política tenga algo que ver con el descontento de las clases privilegiadas por
el empoderamiento de los sectores más desfavorecidos de la sociedad, hecho
innegable que se remonta a la llegada del PT al poder hace poco más de 20 años.
No se puede esconder que ciertas clases altas y blancas del país jamás pudieron
perdonar la conquista de derechos de las clases populares.
La velocidad del
escrutinio ayudó a que se produjese un final feliz en esta jornada histórica en
Brasil. A las 19:57 horas de Brasilia, cuando faltaban pocos votos por
escrutar, se proclamaba la victoria del candidato Lula da Silva. El resultado
fue ajustadísimo: acudieron a las urnas 124.252.792 electores, con un total del
50,90% (60.345.999 votos) para Lula contra el 49,10% (58.206.354 votos) para el
actual presidente del Partido Liberal (PL), Jair Bolsonaro.
En esta segunda
vuelta, el candidato de la izquierda ganó en dos de las cinco regiones del
país: el norte y el noreste. En las otras tres –centro, sur y sureste– se
impuso Bolsonaro. Como en la primera vuelta, la más que contundente victoria en
el noreste ayudó a Lula da Silva a superar las derrotas en São Paulo y Rio de
Janeiro (primer y tercer estados con mayor número de votantes del país,
respectivamente), así como a superar el trauma del centro y el sur, donde el
descalabro fue inapelable. De los estados de Maranhão a Bahia, pasando por
Piauí, Rio Grande do Norte, Paraíba, Pernambuco, Alagoas y Sergipe, el
expresidente obtuvo un 69,34%, frente al 30,66% del candidato a reelección. El
voto a Lula fue unánime, ya que no perdió en ninguna ciudad de Paraíba, Piauí,
Ceará y Sergipe. En el estado de Bahia, que es el más poblado de la región,
obtuvo un 72,12%; en el segundo más poblado, Pernambuco, un 66,93%; en Maranhão
un 71,14% y en Piauí pulverizó todas las marcas con un 76,86%.
En la memoria
colectiva, Lula da Silva fue el mejor presidente de la reciente democracia, y
el único que realmente tuvo interés en dar visibilidad y cuidar a las clases
populares
Muchas razones
explican esa adhesión incontestable del noreste a Lula da Silva. Por un lado,
fue en esa región, la más pobre del país, donde las políticas públicas
inclusivas de los 14 años de gobiernos del PT tuvieron un mayor impacto
socioeconómico y en la calidad de vida de las personas. Medidas como la bolsa
familiar, hambre cero, construcción de casas populares, luz para todos,
farmacias populares, ciencia sin fronteras, más médicos, agua para todos,
creación de universidades públicas y escuelas de formación profesional, las
construcciones de cisternas rurales, las leyes de cuotas en las universidades
para personas afrodescendientes y alumnos de las escuelas públicas, los
sistemas de financiación de la enseñanza superior, la garantía de derechos para
las trabajadoras del hogar o el fortalecimiento del Sistema Único de Salud
(SUS), entre otros muchos programas sociales, son reconocidos por la población
como un éxito del gobierno de izquierdas dirigido a minimizar la deuda del
Estado brasileño con los más pobres. En la memoria colectiva, Lula da Silva fue
el mejor presidente de la reciente democracia, y el único que realmente tuvo
interés en dar visibilidad y cuidar a las clases populares. Por ejemplo, en el
municipio de Guaribas (Piauí), que en 2003 fue considerada ciudad modelo del
programa ‘hambre cero’ y que en la primera década de este siglo disminuyó su
índice de analfabetismo del 58% al 14% y aumentó su índice de Desarrollo Humano
en un 137,38%, el PT tuvo 2.949 votos frente a los 129 del PL. Esto puede
ilustrar un poco la victoria aplastante de Lula da Silva en el noreste. Además,
fue durante su gobierno cuando comenzó el impulso industrial en esa zona hasta
entonces olvidada por los partidos conservadores. Minimizar las diferencias
económicas regionales también fue uno de los objetivos de los gobiernos
populares. Los estados de Bahía, Ceará y Pernambuco, sólo por citar tres, ya no
serían los mismos después del paso del gobierno de izquierdas en Brasilia. La
modernización portuaria y el inicio del trasvase del río San Francisco fueron
grandes obras públicas llevadas a cabo por Lula da Silva y Dilma Rousseff con
el objetivo de desarrollar la región
noreste. Aquel esfuerzo del PT por crear programas sociales y mejorar la
participación popular en las decisiones del gobierno federal construyó, en los
últimos 20 años, una suerte de muro de protección en la sociedad que, pese a
las embestidas de los partidos de extrema derecha por conquistar el voto en esa
zona, ha tenido éxito. Los enemigos de la izquierda son irrelevantes
políticamente en la región, hasta el punto de que para llegar a elegir
gobernador de un estado del noreste, muchos adversarios del PT optaron por
ocultar al electorado local sus preferencias en el ámbito nacional.
En estas elecciones
también se cumplió otra vez la leyenda brasileña de que quien gana en Minas
Gerais, gana las elecciones generales
Por otro lado, el
éxito de Lula da Silva en la región se explica también por elementos
históricos, culturales y de identidad regional. El noreste es la cuna del
Brasil colonial. Salvador (la capital de Bahía de mayoría afrodescendiente) es
la ciudad con más presencia negra fuera de África. Según el PNAD (Programa
Nacional por Muestra de Hogares) del IBGE (Instituto Brasileño de Geografía y
Estadística), 8 de cada 10 personas se declaraban en 2017 negras o mulatas.
Salvador fue la primera capital del país, tierra también de mezcla de los
pueblos negro, indígena y portugués, y es símbolo de resistencia cultural y
antirracista. Allí, con la confirmación de la victoria de Jerônimo Rodrigues
sobre ACM Neto, el PT habrá gobernado durante 20 años. La historia de lucha del
pueblo contra el racismo estructural es su seña de identidad. En el año 1835,
186 esclavos liberados salieron a las calles de la ciudad de Salvador, en lo
que se conoce como la revuelta de los Malês, en contra de las injusticias
practicadas contra los negros por las autoridades locales. También en Bahia
está la Irmandade da Boa Morte –que se dedicaba, entre otras cosas, a organizar
funerales dignos a los esclavos–, considerada el primer movimiento negro
feminista de Brasil. Y qué decir de los estados de Alagoas y Pernambuco,
tierras en las que se forjó el mito del gran guerrero negro Zumbi dos Palmares,
que se rebeló contra la tiranía esclavista, nacido en la mayor comunidad
Quilombola y autosuficiente de Brasil (con un área cercana a la superficie de
Portugal).
En estas elecciones
también se cumplió otra vez la leyenda brasileña de que quien gana en Minas
Gerais, el estado sociológica y geográficamente más representativo del país,
gana las elecciones generales. El resultado allí fue la fotografía fiel del
resultado final del país. La candidatura de la izquierda obtuvo 50,20% de
votos, frente al 49,80% de la ultraderecha. La segunda vuelta confirmó la fama
de que el minero es testarudo y no cambia de voto por presiones ajenas a su
voluntad. Pese a que su gobernador reelecto, Romeu Zema (Partido Novo),
amedrentó a los alcaldes y funcionarios administrativos del estado para apoyar
a Bolsonaro y no dudó en declararse PT-fóbico (aunque en la primera vuelta
había recibido votos de electores del PT), el segundo estado más poblado del
país repitió el voto a la izquierda.
En la política
social no habrá novedades: pondrá en marcha todos los programas sociales
interrumpidos en las etapas posteriores a los gobiernos del PT
Lula da Silva manda
un recado al mundo. Probó que es posible ganar al fascismo, pero ya dijo que en
2026, con 81 años, no piensa presentarse otra vez. Por lo tanto, no tiene
margen de error en esta legislatura; quiere desterrar los profundos lazos
fascistas que Brasil demostró albergar en ese corto espacio de tiempo. Se
centrará en la ardua tarea de reconstruir el país más grande de Sudamérica, y
para ello quiere contar con toda la sociedad civil, a través de las consultas
populares que van a diseñar todas las políticas públicas en las Conferencias
Nacionales, que fue una marca de su administración. Pese el avance de la
ultraderecha en el arco parlamentario, Lula ya dijo que debe contrarrestarlo
agregando en el gobierno a las fuerzas democráticas más allá de las de la
izquierda plural. Un servicio más, prestado por ese líder de la política
brasileña, fue liderar una lucha antifascista que será muy importante para el
resto del mundo. En la política social no habrá novedades: durante la campaña
presidencial insistió en que pondrá en marcha todos los programas sociales
interrumpidos en las etapas posteriores a los gobiernos del PT. Dijo además que
no piensa cumplir la meta fiscal, que urge retomar el desarrollo del país y que
para ello su gobierno no debe estar secuestrado por los dictámenes del mercado
financiero. Lula da Silva salió más sabio de la cárcel, no quiere venganza pese
a ser consciente de que le intentaron “enterrar vivo”. Durante toda la campaña
reafirmó su obsesión por alimentar a los más de 30 millones de brasileños que
los gobiernos de Temer y Bolsonaro devolvieron a la miseria.
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