TE USARON, ARTURITO
Siete
veces campeón de España y eterno niño prodigio, Arturo Pomar fue el icono de
una época. También un instrumento propagandístico del régimen de Franco, que
pese a explotar su imagen, no apoyó su carrera
MIGUEL DE LUCAS
Arturo Pomar, disputando una partida en Baarn (Países Bajos) en 1947.
Te usaron,
Arturito.
Eras el niño más listo de la clase. Quién sabe si el más listo de España. Pero acabaste siendo el juguete olvidado de una tiranía siniestra. Puede que algunos te recuerden. Eras la estrella del NO-DO, el niño perfecto, siempre bien peinado y con la raya al lado, que los españoles veían en el noticiario antes de que empezasen las películas. Visitabas hospitales y jugabas al ajedrez con los enfermos. El Marca te dedicaba reportajes y páginas completas propias del Madrid de Di Stéfano. El dictador te recibía en su palacio.
En un país de miseria,
desgarrado por el hambre y paralizado por el espanto, en una España aislada del
mundo y con el recuerdo de la guerra todavía en los huesos, eras la luciérnaga
que hacía soñar en un futuro mejor. O al menos distinto. Pudiste ser el número
uno del mundo. Aspirabas a serlo. Contabas, qué duda cabe, con talento de
sobra. Mejor incluso que el cubano Capablanca cuando tenía tu edad, decían. “El
Mozart del ajedrez”. Así te llamaban en tus exhibiciones por casinos y
capitales de provincias, en tus partidas simultáneas, o a la ciega o con los
ojos vendados. Hasta que de la noche a la mañana te olvidaron. La dictadura que
te aplaudía en la radio y componía pasodobles con tu nombre decidió que ya no
quedabas gracioso ni simpático en las fotos. Los mismos que te utilizaron
acabaron abandonándote. Te dejaron de lado cuando más lo habrías necesitado,
cuando en vez de ser un prodigio te convertiste en un jugador sólido. En el
fondo, a ellos, a ese ejército de propagandistas, el ajedrez les importaba más
bien poco.
Sin ayuda. Ni
económica ni técnica. Sin financiación ni asesores. Tenías que viajar a los
campeonatos internacionales pagándote tú mismo los gastos y el pasaje. Mover
las piezas era tu pasión, pero no podía ser tu sustento. Acabaste repartiendo
cartas. Alcanzaste lo más parecido a la gloria que se podía alcanzar en el
franquismo: funcionario de Correos en una oficina postal de Ciempozuelos. Te lo
dijo Bobby Fischer tras aquella partida de Estocolmo, en el año 62, cuando ni
siquiera el mejor de todos pudo derrotarte: “Pobre cartero español. Con el
talento que tienes y ahora tienes que volver a pegar sellos”. Lo dijo Aleksandr
Kótov: de haber nacido en Leningrado o en Moscú, podrías estar disputando el
título mundial.
Te lo dijo Bobby
Fischer: “Pobre cartero español. Con el talento que tienes y ahora tendrás que
volver a pegar sellos”
Naciste, sin
embargo, en el peor país y en la peor época. Tu historia, olvidada durante
años, emergió de nuevo tras tu muerte. Nadie la ha contado mejor que Paco Cerdà
en El Peón, un libro que trata sobre ajedrez y sobre mucho más que ajedrez, una
novela que dibuja el fresco de una época por medio de los peones de la
historia, aquellos cuyo sacrificio personal da forma a las luchas colectivas.
“Pomar nació en el tablero espacio temporal equivocado”, explicaba en una
entrevista el autor. “Fue instrumentalizado por el franquismo, que encontró un
trébol de cuatro hojas superdotado para neutralizar la imagen de una España
mísera y analfabeta, en blanco y negro. Fue una relación hipócrita y
parasitaria”.
“Manolo, ya tengo
la luciérnaga”
¿Pero quién fuiste
en realidad, Arturito? Los viejos aficionados y quienes te vieron en el
Noticiario Documental responderán rápido: el talento más precoz que nunca vio
el ajedrez. Ocurrió así: habías nacido en Palma de Mallorca en el año 31. A los
tres años ya estabas jugando contra los adultos. Con cinco ya derrotabas a toda
tu familia. Con once eras campeón de Mallorca. Y entonces, como ha escrito
Leontxo García, las páginas de Marca se fijaron en ti. Hablamos de 1943. Allá
por encima de los Pirineos, Europa se desangraba y tu leyenda nacía con los
artículos de Manuel de Agustín, que llevaba tiempo insistiendo en publicar una
sección de ajedrez. El director del periódico, Manuel Fernández Cuesta, le
respondió con una frase que profetizaba tu aparición: “El ajedrez no me
interesa porque los ajedrecistas están chalados. Pero te haré caso si me traes
un fenómeno, una luciérnaga que alumbre nuestras páginas”. Y allí estabas tú,
Arturito. Siempre con trajes muy grandes, disfrazado de señor mayor, comiendo
el chocolate con bizcochos que te preparaba tu madre durante las partidas. Eras
lo que De Agustín estaba buscando. Al fin y al cabo, lo primero que hay tras
los mitos del deporte es un periodista que busca un aumento de sueldo. “Manolo,
ya tengo la luciérnaga”.
Como escribe Jorge
Benítez en Nieve negra, “De Agustín ya tenía su artículo y España conoció a
Pomar. Un fenómeno que pronto pasó del Marca al NO-DO y del NO-DO al Pardo”. La
época demandaba gestas y a la prensa le entusiasmaban tus hazañas, narradas con
fanfarria y adjetivos hiperbólicos. Fue entonces cuando tu familia al completo
se mudó a Madrid. ¿Lo recuerdas? No te cansabas de firmar autógrafos. Hacías
saques de honor en partidos de fútbol. Tenías un perro llamado Alfil. La diosa
del ajedrez te había señalado como uno de sus elegidos. Lo hizo en el casino de
la Unión de Gijón. El 16 de julio ocurría algo sobrenatural, cuando a los doce
años, vestido con pantalón corto, te veías las caras con el vigente campeón del
mundo, una figura titánica que se encontraba en el otoño de su vida. Te hablo
de ese ruso cuyo nombre provoca escalofríos, ese maestro de los cínicos que fue
favorito del zar Nicolás II, y después perseguido por Stalin, aplaudido por
Hitler y exiliado en la España de Franco y el Portugal de Salazar. Se llamaba
Aleksander Alekhine, bebía como un cosaco, caía mal a todo el mundo y jugaba
como un demonio. Si tú eras Mozart, él era Wagner, un genio capaz de componer
sinfonías sobre las 64 casillas lanzando su cabalgata de las valquirias. Trató
de capturarte con su anillo del nibelungo, pero no hubo manera. Le arrancaste unas
tablas con negras. Según lo describe Paco Cerdá: tras dos días de partidas,
“después de setenta y una jugadas y dos aplazamientos en una partida eterna, ya
nada será igual para el Mozart del ajedrez español”.
Los dioses del
tablero te veían como su sucesor natural. “Pomar tiene condiciones para ser
campeón del mundo”, dijo Steiner. “Arturito encamina su estilo hacia lo que
debe ser un campeón mundial”, dijo Broadbent. “Es más que probable candidato al
campeonato mundial”, dijo Najdorf. Tras el heroico empate, el propio Alekhine
accedió a darte clases particulares y a compartir contigo secretos fuera del
alcance de los no iniciados. La ironía, sangrante en tu caso, es que tras
aprender del mayor de los maestros nadie se preocupó de darte la formación teórica
que habrías necesitado. Después de todo, al año siguiente te convertiste en
campeón nacional. Eso ocurrió en 1945. A los 14. El más joven. Tu récord aún se
mantiene. A juicio del periodista Manuel Azuaga, fuiste “el mayor talento
natural que ha dado este país”.
Tras el heroico
empate, el propio Alekhine accedió a darte clases particulares y a compartir
contigo secretos fuera del alcance de los no iniciados
A la prensa de la
época se le agotaban los adjetivos. Los comentaristas cambiaban su tono de voz
cuando te sentabas delante de las piezas y movías tu primer peón. En Londres,
los corresponsales te bautizaron como “nuestro mejor embajador”. Así lo contaba
el ABC en un artículo publicado en su tercera página: “Londres no piensa, no se
ocupa, no habla ni quiere hablar de otra cosa (…) Miles de espectadores se
apretujan por verlo jugar desde todos los rincones de la galería. Todas las
miradas sobre él: curiosidad y simpatía. Y él sobre todas las miradas:
serenidad y firmeza. Este muchachito moreno, de cuño español, en cuyos ojos,
entornados por la meditación del juego, se vislumbra la furia ibérica, ofrece
en su aire colegial un arquetipo de la adolescencia acrisolada”.
Como recordaba en
tu obituario Leontxo García, “eran los años cuarenta: bloqueo internacional,
cartillas de racionamiento, pobres pero alegres. Los cantantes Joselito (nacido
en 1943) y Marisol (1948), y el ajedrecista Pomar eran los niños que necesitaba
el régimen”. A falta de una palabra más precisa, tal vez el adjetivo más adecuado
para definir el franquismo sea el de régimen, fundamentalmente, pedófilo. Los
que manejaban aquello recurrían a las máscaras del candor infantil para
camuflar la pestilencia material y política. Franco necesitaba una foto a tu
lado y la tuvo.
Según recoge Paco
Cerdá, esto era lo que se escribía entonces: “No ha de tardar en ofrecer a su
patria el trofeo y el rango que los españoles esperamos de él”. Y sin embargo,
Arturo, sabemos que no ocurrió así. Te tocó ser como uno de esos cohetes que
suben muy alto, silban muy fuerte y al final no explotan. O por hablar en
términos de ajedrez, como esos peones que inician la partida a toda velocidad,
saltando primero dos casillas, comiendo cuanto se pone por delante, con una
línea recta despejada y todas las perspectivas de coronarse pronto, y que en
cambio termina olvidado porque el centro de la batalla se desplaza poco a poco
a otra esquina del tablero.
A falta de una
palabra más precisa, tal vez el adjetivo más adecuado para definir el
franquismo sea el de régimen, fundamentalmente, pedófilo
Porque la verdad,
Arturito, la cruda realidad, es que tu delito no fue otro que el de hacerte
adulto. El mismo gobierno que alardeaba de tus triunfos dejó de ayudarte cuando
te cambió la voz. A los veinte años, dice Paco Cerdà, ni un asomo de infancia
se asomaba ya en Arturito, “salvo ese diminutivo incrustado en el nombre”. Ya
no eras ni un niño ni un prodigio. El ajedrez seguía siendo un vicio, pero no
daba para pagar las letras de un piso.
La vida no era una
tómbola
Querías, con todo,
seguir jugando. Así que decidiste cruzar el charco y recorrer América de norte
a sur consagrado a tu arte. De nuevo te medías contra los titanes. También se
te iba la vida en exhibiciones. En dos años, siete meses y un día, disputaste
cerca de 10.000 partidas. Nadie practicó más, ni con más intensidad. Nadie se
quejaba menos. Ibas de ciudad en ciudad desprovisto del ego monumental tan
frecuente en tu oficio. Regresaste con menos pelo, sin el aura de los dioses, y
con una carta del servicio militar esperando en tu buzón.
Tu destino –pocos
lo saben– pudo haber tomado otro camino. Te ofrecieron asilo político y la
nacionalidad en México y la rechazaste. Te ofrecieron la nacionalidad
estadounidense y dijiste que no. En otros países eran conscientes de tu
estatura. Aquí lo que te aguardaba era la mili. Y si bien con tus alfiles eras
un látigo, en este otro lado de la realidad te recuerdan como un muchacho
descoordinado y torpe, sin esa vista de águila que te permitía adelantarte a
los planes del enemigo. En 1940, tras tu primer viaje a Argentina, la
Federación Española de Ajedrez te sancionó por no comunicar tu marcha. Ese año
te prohibieron jugar el torneo. Tras tu segundo viaje a las Américas te
encontraste, según se cuenta en El Peón, “con un expediente disciplinario
militar por haber faltado a la concentración de la caja de reclutas”. Detrás de
la sanción no había ensañamiento, ni desdén. Tan sólo era la fría lógica de una
burocracia imbécil, carente de la menor idea de quién habías sido, de quién
eras todavía, de quién estabas aún a tiempo de ser.
Regresaste con
menos pelo, sin el aura de los dioses, y con una carta del servicio militar
esperando en tu buzón
No te culpes,
Arturo. No fuiste el único. ¿Recuerdas a Marisol? ¿Un rayo de Luz? ¿Ha llegado
un ángel? Su vida no era una tómbola. A los quince años tenía una úlcera en el
estómago por estrés. Pepa Flores, la actriz que cantaba Corre, corre caballito,
vio el rostro de la bestia y a los 33 años dio por muerto el personaje de
Marisol. Para Joselito, las cosas acabaron de peor manera. El pequeño ruiseñor
terminó arruinado, con problemas de drogas y en la cárcel. Tu final, en
comparación, no fue dramático. Al contrario, ni siquiera fue un mal final. Tu
juego progresaba. Desde cualquier punto de vista te habías convertido en un
ajedrecista más sólido. Pero pasó lo que pasó: desapareciste del paisaje
sentimental de España. De esta manera lo narra Cerdà: “Ronda los veintiocho
años y ha de buscarse la vida (…) Y así es como en 1960, Arturito, el viejo
niño prodigio, es un hombre casado y con un puesto de funcionario en la oficina
postal de Ciempozuelos: auxiliar de tercera clase del Cuerpo Auxiliar Mixto de
Correos, con el haber anual de nueve mil seiscientas pesetas y dos pagas
extraordinarias”.
No importaba, o no
parecía importarle a nadie, tus triunfos en los campeonatos de España, tus
veinticinco torneos nacionales e internacionales, tus tablas con Alekhine, tus
giras de juventud en México, Argentina y Estados Unidos. Corrían los años
sesenta y el mundo estaba cambiando. De hecho, es ese año de 1962 el que Paco
Cerdà elige como eje central o como núcleo atómico de su libro. Al igual que en
La Colmena de Camilo José Cela, por sus capítulos asoman toda una serie de
personajes reales que ignoran formar parte de una gran partida colectiva, de un
juego en el que el movimiento aleatorio de un peón puede inclinar el tablero en
la dirección inesperada. 1962 es el año en que es detenido Julián Grimau, en el
que mueren el último de los maquis y el presidente de la Segunda República en
el exilio, Diego Martínez Barrio. Pero es también el año de las primeras
grandes huelgas mineras en Asturias, el año de la crisis de los misiles en Cuba
y del contubernio de Múnich, el momento en que, por primera vez desde el final
de la Guerra Civil, sectores aperturistas del régimen y exiliados republicanos,
combatientes de los dos bandos, se reúnen en Alemania para trazar la ruta hacia
un país diferente.
Muy lejos de todo
eso, en tu esquina, en ese 1962 vivirás, Arturito, la más épica y la más triste
de tus gestas. Hablamos, lo sabes bien, del torneo Interzonal de Estocolmo. Se
trata de la cita de la que debían salir los aspirantes al torneo de candidatos.
Es decir: la antesala al título de campeón del mundo. Y a pesar de que tu
nombre ya no acapara titulares, allí en Suecia te encontrabas de nuevo.
Muchos años
después, tu hijo Eduard Pomar recordará en un programa de radio que justo en
esa época, entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta,
desarrollaste tu mayor fuerza de juego. Necesitabas práctica y concentración.
El desafío de Estocolmo era descomunal. No era un lugar para hacer amigos, sino
la jaula de los leones. Allí te esperaba Bobby Fischer. Allí estaban Petrosian
y Korchnoi, Benko y Stein. El momento decisivo de tu carrera. Y otra vez,
Arturito, el grotesco desinterés de las autoridades españolas.
“El torneo
interzonal de Estocolmo del 62 es el momento cumbre en la carrera del malogrado
español Arturo Pomar”, explica Leontxo García en su sección de videos El rincón
de los inmortales. “Su talento era enorme, pero el gobierno no le ayudó en
nada. De hecho, tuvo que pedir vacaciones sin sueldo, y rogarle a un compañero
que cubriera su puesto en la oficina de Correos en la que trabajaba”. Entre
todos los jugadores del torneo, eras el único que viajaba sin asesores.
Soviéticos y americanos se presentaban con un séquito de técnicos y espías.
Antes y después de las partidas, consultaban con su equipo variantes, amenazas
y posibles estrategias. Mientras tanto, tú te retirabas a tu habitación en el
hotel Apollonia. Tu única ayuda en ese campeonato, de acuerdo con Paco Cerdá,
era “un pequeño libro escrito por Julio Ganzo para jugadores aficionados. Vale
15 pesetas”.
Tu única ayuda en
ese campeonato, de acuerdo con Paco Cerdá, era “un pequeño libro escrito por
Julio Ganzo para jugadores aficionados. Vale 15 pesetas”
El campeonato
duraría más de un mes, del 27 de enero al 6 de marzo. Por momentos, las puertas
de la gloria permanecieron abiertas. Jugaste algunas de las mejores partidas de
tu vida, dibujando constelaciones sobre el tablero que todavía hoy se estudian
y que provocaron el pasmo en el corresponsal del New York Times y telegramas de
preocupación en la embajada rusa. Ganaste al ruso Geller, al alemán Teschner,
al colombiano Cuéllar, al indio Aaron. Dejaste claro que eras un jugador
aparte, con una clarividencia poco común para el final de partida, cuando lo
que se decide es la victoria o la derrota. Durante varias rondas figuraste en
la parte alta de la tabla, adelantando a varias leyendas vivientes.
Llegaste lejos,
Arturo, más lejos de lo que nadie había llegado jamás. Y sin embargo, el
tiempo, el cansancio y el desgaste jugaban en tu contra. En las últimas cuatro
rondas solo obtuviste un punto, perdiste tres partidas y arañaste unas tablas.
No lo conseguiste. “No hay Ítacas para funcionarios de Correos ni se hacen
épicas odiseas con libros de quince pesetas”, escribe Cerdà. Acabaste en el
puesto undécimo, fuera de la clasificación.
“Tememos que
pasarán algunos años antes de que vuelva a presentarse una oportunidad tan
clara como la que hemos tenido en Estocolmo”, se leía en un editorial de la
revista El ajedrez español. No habría un segundo Pomar. Al menos en unas
cuantas décadas. Y aunque aquello fue tu oportunidad perdida, hay muchas
razones para no ver tu paso por Suecia como un fracaso. No en vano, viviste el
duelo más brillante y extraordinario de tu existencia. Duró nueve horas, tuvo
dos aplazamientos y dos escenarios. Te enfrentaste al mejor. Y tampoco él pudo
derrotarte.
Bobby Fischer tenía
20 años y viajaba como si fuera Elvis Presley. Los focos que conociste en tu
infancia ahora apuntaban hacia él. Estaba en la cumbre, cuando la locura aún no
lo había devorado. Temido y respetado, el yanqui jugaba en otra liga. En
Estocolmo mostraba caprichos de diva, pidiendo cada noche que le cambiaran de
habitación de hotel. Comenzaba a pensar que lo espiaban. Se veía como un genio
maldito, incapaz de controlar sus estallidos de ira. “Daba miedo”, recordaría
años más tarde el otro estadounidense de aquel torneo, Arthur Bisguier. “De no
haber sido jugador de ajedrez, podría haber sido un peligroso psicópata”.
En 1962 Fischer era
ya una picadora de carne. Quedó el primero en Estocolmo, con un amplio margen
sobre los demás. El psicópata de Brooklyn mordía hasta el hueso. Te disparó con
todo. Cambiasteis damas y torres. Y aunque tenía un peón de más, no pudo
asestarte el golpe de gracia. De forma que cuando terminó la partida, Bobby
Fischer no podía concebir que tu inmensa capacidad pudiera pasar desapercibida.
Dicen también que
tras lo de Estocolmo ya nada fue lo mismo. Llegaron los problemas. Tu cerebro,
que hasta aquella fecha se encendía con relámpagos de genialidad, comenzó a
jugarte malas pasadas. En el 65 tuviste que retirarte antes de tiempo del
torneo en Checoslovaquia. Los médicos no conseguían dar con la palabra.
¿Pérdidas de memoria? ¿Crisis nerviosa? ¿Dolor de cabeza? ¿Depresión? Sin haber
cumplido los 35, te recomendaron una temporada de descanso. Todavía tendrías
tiempo de ganar un último campeonato nacional, cierto. Te aguardaban más
torneos, claro; nuevos trofeos, y tiempo para tus exhibiciones, para tus
partidas simultáneas, para publicar problemas en los periódicos. Sospechabas,
no obstante, que la bomba de relojería que llevabas en la cabeza ya no te daría
tregua. Fuiste el primero en darte cuenta de que perdías facultades. Tu juego
perdía brillo. Dejaste de ser la luciérnaga que anunciaba el futuro.
Un día quedaste el
último de todos. En otra ocasión tus rivales, en parte por respeto hacia tu
fama legendaria, o por clemencia, o para no dañar tu autoestima, acordaron
proponerte tablas en partidas que tenían ganadas. Era una manera suave de
hacerte saber que tu reinado había llegado a su final. Volviste a tu puesto en
Correos. Y pese a que tu muerte llegó en 2016, cuando llevabas ya tiempo
jubilado, a veces tengo la impresión de que sigues allí, en tu horario de
funcionario a jornada completa, apilando cartas y luchando con tu cerebro para
mantener en el buzón de tu memoria el recuerdo de tu lejana infancia dorada.
Para la dictadura
fuiste un juguete que se quedó sin pilas. Tras la muerte del tirano, los
gobiernos que llegaron después tampoco tuvieron demasiado interés en
recordarte. No encajabas muy bien en el relato que España creó de sí misma a
partir de los ochenta. Mientras Alaska cantaba A quién le importa, tú
recordabas demasiado al país que queríamos dejar atrás a toda prisa. “Hoy lo
han olvidado”, escribe Jorge Benítez. “Los unos porque ven su legado como el de
un señor de derechas de vida ordenada, y los otros porque son de memoria
flatulenta. Los medios de la democracia no ayudaron a reivindicar a Pomar y
fueron injustos con él, lo guardaron en el desván del olvido porque se creyeron
que era caspa de una España subdesarrollada. No vieron el haz de luz que en él
habitaba”.
No acabaste fatal,
Arturo. Pero tampoco a la altura de lo que te ofrecía el destino. Tuviste la
sensación de haberte quedado a un paso de la última casilla. A veces pasa. El
ajedrez puede ser el más cruel de los deportes. Y la vida puede ser más cruel
que el ajedrez. La tuya fue, a fin de cuentas, una historia muy española,
quizás la más antigua y la más española de todas. Es esa misma que dice:
“¡Dios, qué buen vasallo / si hubiese tenido buen señor!”
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